Por: Jim Lobe, IPS
Por un lado, a los “realistas” republicanos que siguen la tradición del ex presidente George H.W. Bush (1989-1993) les preocupa claramente que Washington se esté expandiendo demasiado al intervenir en un país que no es “vital” ni para la seguridad nacional ni para los intereses económicos de Estados Unidos.
Los respaldan muchos miembros del cada vez más influyente Tea Party, que está determinado a recortar el enorme déficit federal. A ellos les preocupa que otro compromiso militar sin un plazo definido en Libia, particularmente si se lo posterga, pueda volver mucho más difícil su misión.
En su contra están los neoconservadores y sus aliados en el Congreso legislativo, particularmente el senador John McCain, quien en 2008 fue candidato presidencial republicano.
McCain exigió que el presidente Barack Obama tome todas las medidas necesarias, entre ellas armar y entrenar a rebeldes y ampliar la lista de blancos de ataques de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para derrocar al líder libio Muammar Gadafi.
Como ocurrió con las guerras de los Balcanes en los años 90, los conservadores están forjando alianzas con intervencionistas liberales del Partido Demócrata y, en la medida de sus posibilidades, dentro del gobierno, a fin de lograr su objetivo.
Sin embargo, habrá que ver si tienen el mismo éxito que obtuvieron con otro presidente demócrata, Bill Clinton (1993-2001), en Bosnia-Herzegovina entre 1993 y 1995, y luego en Kosovo en 1999.
El propio Obama dejó en claro que aunque comparte su objetivo de lograr un cambio de régimen en Libia es muy reticente a involucrar más a las fuerzas armadas de Estados Unidos en el conflicto del país africano.
En esto, Obama cuenta con un fuerte respaldo del Pentágono, y particularmente de su titular, Robert Gates.
La semana pasada, Gates suscitó duras críticas de los neoconservadores al manifestarse en el Congreso en contra de que Estados Unidos arme y entrene a los rebeldes, insistiendo en que otros países pueden asumir ese esfuerzo si así lo desean.
La falta de entusiasmo de Gates por profundizar el compromiso militar de Washington en otro conflicto incierto, sin una clara “estrategia de salida”, hace recordar la exasperación que sintió en 1993 el entonces presidente del Estado Mayor Conjunto, general Colin Powell, cuando Madeleine Albright, entonces embajadora de Estados Unidos en la Organización de las Naciones Unidas y consumada representante de los “halcones” liberales, le preguntó: “¿Qué sentido tiene tener estas magníficas fuerzas armadas de las que usted siempre habla si no podemos usarlas?”.
“Pensé que me iba a dar una aneurisma”, escribió luego Powell –quien, como Gates, era un protegido de Bush–, sobre su reacción ante la pregunta de Albright, que según él traicionaba una actitud muy displicente sobre el uso de la fuerza militar por parte de Estados Unidos.
Por aquel entonces, Albright, que contaba con el apoyo de la mayoría de los neoconservadores, presionaba a Clinton para que interviniera en Bosnia-Herzegovina, algo a lo que Bush se había negado, del mismo modo que había rechazado sus pedidos de enviar soldados estadounidenses a Bagdad al final de la Guerra del Golfo de 1991.
En 1996, los neoconservadores William Kristol y Robert Kagan publicaron un artículo titulado “Hacia una política exterior neo-reaganista” en la revista Foreign Affairs. Allí criticaron a un “conservadurismo estadounidense confundido” y llamaron a los republicanos a abrazar una política de “supremacía militar y confianza moral” cuyo principal objetivo fuera preservar la “benevolente hegemonía mundial” de Washington por el mayor tiempo posible.
En 1997, Kristol y Kagan cofundaron el Project for the New American Century (PNAC), cuyos estatutos fueron firmados por otros conocidos neoconservadores, entre ellos Paul Wolfowitz y Elliott Abrams, así como por nacionalistas agresivos, como Dick Cheney y Donald Rumsfeld, que seis años después ocuparían altos cargos en el gobierno de George W. Bush (2001-2009).
Sin embargo, fue recién a partir de los ataques que el 11 de septiembre de 2001 dejaron 3.000 muertos en Nueva York y Washington, que los puntos de vista del PNAC pasaron a dominar el pensamiento republicano sobre política exterior.
Esto ocurrió cuando Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz, entre otros halcones, tomaron el control e hicieron que el país invadiera Iraq en 2003.
Em 1999, en ocasión de la guerra de Kosovo ante la cual muchos republicanos se mostraron escépticos, si no directamente contrarios, el senador republicano Kay Bailey Hutchison advirtió: “Antes de bombardear naciones soberanas tenemos que tener un plan”.
Mientras, líderes del mismo partido en la Cámara de Representantes insistieron en llamar a la campaña aérea sobre Kosovo “la guerra demócrata” o “la guerra de Clinton”, para subrayar su desaprobación.
El propio Bush empezó a moderar sus políticas en su segundo periodo de gobierno, y particularmente luego de que los demócratas arrasaran las elecciones parlamentarias de mitad de periodo en 2006 y que el presidente reemplazara a Rumsfeld por Gates, los congresistas republicanos siguieron firmemente comprometidos con la visión del PNAC.
Bastante antes de Libia, una combinación de la crisis financiera de septiembre de 2008 y del cansancio del público en relación a la guerra –además de que Obama derrotó electoralmente a McCain– pareció volver el tiempo atrás, reavivando los conflictos intrapartidarios de los años 90 en materia de política exterior.
El debate sobre la intervención militar en Libia amenaza con acelerar el proceso de viaje en el tiempo, mientras los pedidos de McCain de que Washington tome “todas las medidas necesarias” para derrocar a Gadafi –y que hacen acordar a sus esfuerzos en torno a la guerra de Kosovo– no tienen entre sus correligionarios el eco que hubieran tenido hace dos o tres años.
Que Gates en particular haya dejado en claro que se opone a un mayor involucramiento militar también parece haber hecho que algunos dirigentes del partido piensen dos veces sobre cuánta sabiduría política hay en consentir a los halcones.
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