Fiodor Lukiánov, Ria Novosti
Cuando en 2007 París a nombre de toda la Unión Europea (UE), y tras al superar el escepticismo, logró que el político francés del Partido Socialista, Strauss-Kahn, fuera nombrado director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), ya hubo razones para sospechar que sería el último europeo entre los dirigentes del Fondo.
Desde el momento de la creación del Banco Mundial (BM) y Fondo Monetario Internacional por los Acuerdos de Bretton Woods para regular las relaciones comerciales y financieras entre los países industrializados (1944), los cargos principales del BM pertenecían a EEUU, y los del FMI, a Europa.
Pero la redistribución de la influencia global a principios del siglo XXI puso en tela de juicio la necesidad de cambiar esta tradición: el papel de economías emergentes, con China a la cabeza, iba creciendo, a lo que se sumó la crisis financiera.
Pero nadie renuncia a sus privilegios de buena voluntad. Por eso, las deliberaciones sobre las reformas del FMI a favor de los mercados emergentes no iban más allá del papeleo.
De surgir la necesidad de proponer una nueva candidatura para el puesto de director gerente (en el caso de postularse Strauss-Kahn para la presidencia en su país en 2012), la UE habría luchado por el derecho de promover a su candidato sin falta.
Es que este puesto es uno de los símbolos del liderazgo.
Además, últimamente, una de las misiones principales de FMI es salvar los países europeos afectados por la crisis.
Pero después del incidente en Sofitel es poco probable que Europa mantenga este cargo. Tanto más que el escándalo se armó en un hotel estadounidense, así que el ambiente en el cual va a considerarse el caso será seguramente desfavorable para Europa.
Los países asiáticos que están experimentando un crecimiento galopante están seguros de que ahora es su turno. Mientras tanto, EEUU está dispuesto a celebrar (o, al menos intentarlo) transacciones grandes con las más influyentes potencias emergentes.
Esto puede ser comprobado por los ejemplos del Proceso de Kioto, donde el protagonismo de Europa fue casi nulo, y las negociaciones en el marco de la Ronda en Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
La búsqueda de compromiso con los países asiáticos acerca del cargo de director de FMI brindará a Washington nuevas oportunidades en otras cuestiones de importancia.
El peso político del Antiguo Continente en la segunda mitad del siglo XX, es decir, después de la pérdida de los países europeos grandes de su papel autónomo en el escenario mundial, residió en dos pilares: la posición privilegiada en los institutos internacionales y el desarrollo equilibrado y éxito por la integración europea.
Pero ahora Europa está a punto de perder estas dos ventajas.
Sus privilegios van perdiendo su importancia a medida de que la situación en el mundo pierde su dependencia de los institutos creados a base de las realidades del siglo pasado, cuando Europa era totalmente diferente.
Está claro que no es fácil declarar abolidas o modificar estos institutos.
Por ejemplo, en el Consejo de Seguridad de la ONU los cambios serán muy difíciles: los miembros con derecho a veto nunca permitirán que lo adquieran otros miembros.
Y a pesar de los comentarios de que la membresía de dos países europeos en el Consejo de Seguridad es infundada, ambos países pueden sentirse seguros porque cuentan con el respaldo de China, Rusia y EEUU, (otra cuestión es la influencia de estos países en el Consejo).
Los institutos de Bretton Woods no cuentan con garantías tan fuertes, pero Europa no se rendirá tan fácilmente, sobre todo a la luz de la historia con Strauss-Kahn.
También se ven cambios desfavorables para Europa en lo que se refiere a su papel de socio principal de la OTAN que permitió que Europa se escondiera tras el escudo de seguridad estadounidense y aprovechara la reputación de EEUU como del líder incondicional del Occidente e incluso de todo el mundo.
El primer cambio consiste en que la propia OTAN va perdiendo su peso. Al fracasar en sus intenciones de globalizar su misión, por lo visto, el bloque volverá a sus tareas regionales, menos ambiciosas que antes, ya que la región Euro-Atlántica ya no representa el centro de la política mundial.
Además, la guerra en Libia librada en primer lugar por Francia, sin que EEUU manifestara muchos deseos de intervenir, muestra que Washington está harto de resolver los problemas europeos por cuenta propia.
Por otro lado, la guerra en Libia demuestra que los países europeos, al entender que no vale esperar la coordinación de esfuerzos, se ponen a tomar sus propias decisiones: lanzarse en una guerra (como Francia y Gran Bretaña) o abstenerse de ella (como Alemania).
Al mismo tiempo, Europa va perdiendo su imagen del apacible oasis de prosperidad y guía de la política moral “postmodernista”.
El idilio de integración es socavado por las discrepancias profundas entre la interdependencia económica y las discordancias políticas. Pero lo principal es que en Europa cambia el ambiente social.
La población, preocupada por su futuro incierto, se inclina a medidas protectoras. Es decir, debido a los factores externos, desde la competencia económica y la presión migratoria hasta el riesgo de perder la identidad cultural, la idea de conservar el status quo a cualquier precio se hace cada día más popular.
Esto significa, a nivel político, una reorientación global hacia la derecha.
Es posible que el mundo vea una UE totalmente diferente ya en el futuro próximo. Será mucho más precavida, irritada y ensimismada.
En cuanto a Rusia, que históricamente ve en Europa no sólo a un socio importante sino una fuente de inspiración para la modernización, es imprescindible que entienda los procesos que experimenta la UE para entender bien tanto posibilidades como riesgos nuevos.
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