Por: Samir Amin, Rebelión
Siempre es peligroso generalizar cuando se habla del mundo árabe, en la medida en que se ignora así la diversidad de las condiciones objetivas que caracterizan a cada país dentro de este conjunto. Por consiguiente, centraré mis siguientes reflexiones en Egipto, país del que podemos reconocer sin dificultad el importante papel que siempre ha desempeñado en la evolución general de la región.
Egipto fue el primer país de la periferia del capitalismo mundial que intentó «emerger». Mucho antes que Japón y China, desde principios del siglo XIX, Mohamed Alí había diseñado e implementado un proyecto de renovación de Egipto y sus vecinos en el Mashreq árabe. Esta experiencia de gran envergadura duró dos tercios del siglo XIX y sólo perdió fuerza al final de la segunda mitad del reinado del Jedive Ismail Pachá, durante la década de 1870. El análisis de su fracaso no puede ignorar la violencia de la agresión externa a cargo de la gran potencia del capitalismo industrial de la época, Gran Bretaña. En dos ocasiones, 1840 y más tarde en la década de 1870 al tomar el control de las finanzas de Egipto, y por último con la ocupación militar en 1882, Inglaterra persiguió con obstinación su objetivo: abortar el surgimiento de un Egipto moderno. Sin duda el proyecto egipcio tenía sus límites, los que definen la época, puesto que fue, obviamente, un proyecto de emergencia en y por el capitalismo, a diferencia del proyecto del segundo intento egipcio (1919-1967), sobre el que volveré más adelante. Sin lugar a dudas las contradicciones sociales específicas del proyecto, como las ideas políticas y las bases ideológicas y culturales en las que se desarrolló, comparten la responsabilidad del fracaso. El hecho es que sin la agresión del imperialismo estas contradicciones probablemente podrían haberse superado, como sugiere el ejemplo japonés.
Este Egipto emergente derrotado fue sometido durante casi cuarenta años (1880-1920) al estado de periferia dominada, cuyas estructuras se volvieron a diseñar completamente para ajustarse al modelo de acumulación capitalista-imperialista de la época. La regresión impuesta golpeó, más allá del sistema de producción del país, sus estructuras políticas y sociales, y siempre trató de reforzar las concepciones ideológicas y culturales retrógradas y reaccionarias útiles para mantener al país en su condición de subordinación.
Egipto, es decir, su pueblo, sus élites, la nación que representa, nunca ha aceptado esta condición. Esta obstinada negativa motivó una segunda oleada de movimientos de carácter ascendente y que cubrió el siguiente medio siglo (desde 1919 hasta 1967). En efecto, entiendo este período como un tiempo de lucha continua y avances importantes. El objetivo era triple: democracia, independencia nacional y progreso social. Estos tres objetivos –por limitadas y confusas que hayan sido en ocasiones sus formulaciones– son inseparables. Esta interconexión de los objetivos es de hecho la expresión de los efectos de la integración del Egipto moderno en el sistema del capitalismo imperialista globalizado de la época. En esta lectura, el capítulo abierto por la cristalización nasserista (1955-1967) no es otra cosa que el último capítulo de este tiempo largo de flujo ascendente de las luchas inaugurado por la revolución de 1919-1920.
El primer momento de este medio siglo de progresión de las luchas de emancipación en Egipto tiene como objetivo –con la formación del partido Wafd en 1919– la modernización política, mediante la adopción de una forma burguesa de democracia constitucional, y la recuperación de la independencia. La forma democrática imaginada permitía un avance de la secularización –no era plenamente laica– simbolizada por la bandera, que ostentaba una combinación de la media luna y la cruz (bandera que ha reaparecido en los acontecimientos de enero y febrero de 2011). Las elecciones «normales» permitían en esa época no sólo la elección de coptos por parte de mayorías musulmanas, sino también el ejercicio de altos cargos del Estado por estos mismos coptos, sin que esto plantease problemas.
Toda la fuerza del poder británico, con el apoyo activo del bloque reaccionario compuesto por la monarquía, los terratenientes y los campesinos ricos, se empleó en el intento de hacer retroceder los avances democráticos del Egipto wafdista. La dictadura de Sedki Pachá en la década de 1930 (que abolió la constitución democrática de 1923) se enfrentó al movimiento estudiantil, que en esa época era la vanguardia de las luchas democráticas antiimperialistas. No es casualidad que, para reducir el peligro, la embajada británica y el palacio real apoyaran activamente la creación de los Hermanos Musulmanes (1927), grupo inspirado en el pensamiento islamista en su arcaica versión salafista wahabí formulada por Rachid Reda, es decir, la versión más reaccionaria –antidemocrática y en contra del progreso social– del nuevo Islam político.
Ante la conquista de Etiopía por Mussolini y la posibilidad de una guerra mundial, Londres se vio obligado a hacer concesiones a las fuerzas democráticas, lo que permitió el regreso de los wafdistas en 1936 y la firma del Tratado anglo-egipcio del mismo año; un Wafd, dicho sea de paso, mucho más «prudente» que en su época anterior. La Segunda Guerra Mundial constituyó una especie de paréntesis. Pero el flujo ascendente de las luchas se reanudó, a partir del 21 de febrero de 1946, con la creación del bloque obrero-estudiantil, fortalecido en su radicalización por la aparición de los comunistas y el movimiento obrero. Una vez más, las fuerzas de la reacción egipcia, con el apoyo de Londres, se opusieron violentamente y movilizaron a los Hermanos Musulmanes en apoyo de una segunda dictadura de Sedki Pachá, aunque sin conseguir silenciar el movimiento. Con el Wafd de regreso al gobierno, su denuncia del Tratado de 1936 y el comienzo de la guerrilla en la zona del Canal aún ocupada, sólo pudieron ser derrotados por el incendio de El Cairo (1951), una acción en la que estuvieron involucrados los Hermanos Musulmanes.
El primer golpe de Estado de los oficiales libres (1952), pero sobre todo el segundo con la toma del poder por Gamal Abdel Nasser (1954), coronó este periodo de flujo ascendente de las luchas, según algunos, o acabó con ellas, según otros. El nasserismo sustituyó la lectura que propuse del despertar egipcio por un discurso ideológico que borraba de un plumazo toda la historia de los años 1919-1952 hasta poner como fecha inicial de la revolución egipcia julio de 1952. En ese momento, muchos de los comunistas habían denunciado este discurso y entendían que los golpes de 1952 y 1954 tenían como objetivo acabar con la radicalización del movimiento democrático. No se equivocaban, porque el nasserismo sólo cristalizó como proyecto antiimperialista después de Bandung (abril 1955). En ese momento, el nasserismo realizó lo que podía ofrecer: una postura internacional resueltamente antiimperialista (asociada con los movimientos panárabe y panafricano) junto a reformas sociales progresistas (pero no socialistas). Todo ello, organizado de arriba abajo, no sólo sin democracia (prohibición de que las clases populares se organizasen para y por sí mismas), sino suprimiendo toda forma de vida política. El vacío así creado invitaba al llamado Islam político a llenarlo. Así el proyecto agotó su potencial progresista en un corto período de tiempo: diez años, desde 1955 hasta 1965. La pérdida de impulso ofreció al imperialismo, ahora dirigido por Estados Unidos, la oportunidad de quebrar el movimiento mediante la movilización de su instrumento miliar regional: Israel. La derrota de 1967 marcó el final de este avance de medio siglo. El reflujo lo inició el propio Nasser, eligiendo para ello el camino de las concesiones a la derecha (la infitah, es decir, la apertura, entendida como apertura a la globalización capitalista) en lugar de la radicalización por la que lucharon, entre otros, los estudiantes (cuyo movimiento ocupó un lugar central en 1970, poco antes y después de la muerte de Nasser). Su sucesor, Anuar Sadat, acentuó la deriva a la derecha e integró a los Hermanos Musulmanes en su sistema autocrático. Mubarak seguiría después la misma línea.
El siguiente período de reflujo (1967-2011) abarca casi medio siglo. Egipto, sujeto a las exigencias del liberalismo globalizado y a las estrategias de Estados Unidos, dejó de existir como agente activo a escala regional e internacional. En la región, los principales aliados de Estados Unidos –Arabia Saudí e Israel– ocuparon el centro de la escena. Israel pudo así avanzar por la vía de la expansión de su colonización de la Palestina ocupada, con la complicidad de Egipto y los países del Golfo.
El Egipto de Nasser había establecido un sistema económico y social criticable pero coherente. Nasser optó por la industrialización como medio de superación de la especialización internacional impuesta por el colonialismo, que limitaba al país al papel de exportador de algodón. Este sistema industrializador potenció una distribución del ingreso en beneficio de las clases medias en expansión, sin que ello significara el empobrecimiento de las clases populares. Sadat y Mubarak procedieron al desmantelamiento del sistema productivo egipcio, que fue sustituido por otro completamente incoherente, basado exclusivamente en la búsqueda de rentabilidad de las empresas, en su mayoría subcontratistas del capital de los monopolios imperialistas. Las tasas de crecimiento supuestamente elevadas de Egipto, alabadas desde hace treinta años por el Banco Mundial, no tienen ningún significado. El crecimiento egipcio es extremadamente vulnerable, y además ha ido acompañado de un increíble aumento de la desigualdad y el desempleo, que afecta a la mayoría de los jóvenes. La situación era explosiva… y explotó.
La aparente estabilidad del régimen que Washington tanto elogiaba se basaba en una maquinaria policíaca monstruosa (1.200.000 hombres frente a sólo 5.000.000 en el ejército), que perpetraba el abuso criminal cotidiano. Las potencias imperialistas afirmaban que este régimen protegía a Egipto de una alternativa islamista, lo que no es más que una burda mentira. De hecho, el régimen había incorporado plenamente al Islam político reaccionario (según el modelo wahabí del Golfo) en su sistema de poder, al concederle la gestión de la educación, la justicia y los grandes medios (la televisión en particular). El único discurso permitido era el asignado a las mezquitas salafistas, lo que les proporcionaba la ficción de intentar presentarse como la oposición. La duplicidad cínica del discurso del establishment estadounidense (y en este sentido Obama no es diferente de Bush) sirve perfectamente a sus objetivos. El apoyo de facto al Islam político destruye la capacidad de la sociedad para hacer frente a los desafíos del mundo moderno (que está detrás de la degradación catastrófica de la educación y la investigación), mientras que la denuncia ocasional de sus abusos (el asesinato de coptos, por ejemplo) sirve para legitimar las intervenciones militares de Washington, dedicado a la llamada «guerra contra el terrorismo». El régimen egipcio podía parecer tolerable mientras funcionó la válvula de seguridad de la emigración masiva de las clases medias y bajas a los países petroleros. El agotamiento de este sistema (la sustitución de trabajadores de los países árabes por inmigrantes asiáticos) ha llevado al resurgimiento de las resistencias. Las huelgas obreras de 2007 –las más importantes del continente africano en 50 años–, la resistencia obstinada de los pequeños agricultores amenazados de expropiación por parte del capitalismo agrario, la formación de círculos de protesta democrática en las clases medias (los movimientos Kefaya y Seis de abril) anunciaban la inevitable explosión, que los egipcios esperaban aunque sorprendiera a los llamados observadores internacionales. Estamos entrando pues a una nueva fase de aumento de las luchas de liberación, de las que tendremos que analizar su dirección y desarrollo.
Los componentes del movimiento democrático
La revolución egipcia en curso ilustra la posibilidad del anunciado fin del sistema neoliberal, objeto de cuestionamiento en todas sus dimensiones: política, económica y social. Este masivo movimiento del pueblo egipcio combina tres componentes activos: los jóvenes «repolitizados» por propia voluntad y en formas «modernas» que ellos mismos han inventado, las fuerzas de la izquierda radical y las fuerzas reunidas por los demócratas de clase media.
Los jóvenes (en torno a un millón de activistas) han sido la punta de lanza del movimiento. A ellos se unieron de inmediato la izquierda radical y los demócratas de clase media. Los Hermanos Musulmanes, cuyos dirigentes habían llamado a un boicot de las protestas los primeros cuatro días (persuadidos de que la represión las barrería) sólo aceptaron el movimiento más tarde, cuando la llamada, oída por todo el pueblo egipcio, había producido ya grandes movilizaciones de 15 millones de manifestantes.
Los jóvenes y la izquierda radical persiguen tres objetivos comunes: la restauración de la democracia (fin del régimen militar y policial), la instauración de una nueva política económica y social favorable a las clases populares (ruptura con las exigencias del liberalismo globalizado) y una política internacional independiente (ruptura con la sumisión a las exigencias hegemónicas de Estados Unidos y al despliegue de su control militar sobre el planeta). La revolución democrática a la que convocan es una revolución democrática, antiimperialista y social. Aunque el movimiento juvenil sigue diversificado en su composición social y sus expresiones políticas e ideológicas, en su conjunto se sitúa a la izquierda. Las rotundas manifestaciones espontáneas de simpatía con la izquierda radical dan testimonio de su orientación.
Globalmente, las clases medias se ubican en torno a un único objetivo de democracia, sin poner necesariamente en cuestión el mercado en su estado actual o el alineamiento internacional de Egipto. No debemos ignorar el papel de un grupo de blogueros que participan –a sabiendas o no– en una verdadera conspiración organizada por la CIA. Sus dirigentes son en su mayoría jóvenes de clase alta, americanizados en extremo, que sin embargo adoptan la pose de contestatarios contra las dictaduras existentes. El tema de la democracia, en una versión impuesta manipulada por Washington, domina sus intervenciones en la red. Con ello participan en la cadena de actores de las contrarrevoluciones orquestadas por Estados Unidos, bajo el disfraz de revoluciones democráticas, según el modelo de las revoluciones de colores de Europa del Este.
Sin embargo sería erróneo sacar la conclusión de que este complot es la causa de las revueltas populares. La CIA sigue tratando de torcer el sentido del movimiento, de alejar a los militantes de sus objetivos de transformación social progresista y encaminarlos hacia otros terrenos. Las posibilidades de éxito de este complot son altas si el movimiento en su conjunto fracasa en la construcción de convergencias entre sus diferentes componentes, en la identificación de objetivos estratégicos comunes y en la invención de formas de organización y acción efectivas. Hay ejemplos de este fracaso en Filipinas e Indonesia, por ejemplo. Es interesante señalar aquí que nuestros bloggers, que se expresan en inglés en vez de árabe, lanzados en defensa de la democracia a la americana, exponen con frecuencia argumentos de legitimación de los Hermanos Musulmanes.
La llamada a la protesta que hicieron los tres componentes activos del movimiento captó rápidamente los oídos de todo el pueblo egipcio. La represión, de una violencia extrema los primeros días (más de un millar de muertos) no desanimó a los jóvenes y sus aliados (que en ningún momento llamaron en su ayuda a las potencias occidentales como hemos visto en otros lugares). Su coraje fue el factor decisivo que llevó la protesta a todos los barrios de las ciudades, grandes y pequeñas, y pueblos; quince millones de manifestantes de manera permanente, durante días y días (y a veces noches). Este éxito político fulminante tuvo sus efectos: el miedo había cambiado de bando. Hillary Clinton y Obama descubrieron entonces que tenían que abandonar a Mubarak, a quien hasta entonces habían apoyado, mientras que los líderes del ejército salían del silencio, se negaban a tomar el relevo de la represión –poniendo a salvo así su imagen– y finalmente deponían a Mubarak y a algunos de sus principales secuaces.
La generalización del movimiento a todo el pueblo egipcio es en sí misma un reto positivo. Pues este pueblo, como todos los demás, está lejos de formar un conjunto homogéneo. Algunos de los segmentos que lo componen refuerzan, sin duda, la perspectiva de una radicalización posible. La entrada en la lucha de la clase trabajadora (alrededor de 5 millones de trabajadores) puede ser decisiva. Los trabajadores en lucha en las numerosas huelgas han hecho avanzar las formas de organización iniciadas en 2007. En la actualidad ya hay más de de cincuenta sindicatos independientes. La tenaz resistencia de los pequeños agricultores a las expropiaciones, que se ha hecho posible gracias a la cancelación de la ley de Reforma Agraria (los Hermanos Musulmanes en el parlamento votaron a favor de leyes injustas, argumentando que la propiedad privada es sagrada para el Islam y que la reforma agraria está inspirada por el demonio comunista), también contribuye a la radicalización del movimiento. Sin embargo queda una enorme masa de pobres que participaron activamente en los acontecimientos de febrero de 2011 y que se encuentran a menudo en los comités populares formados en los barrios para defender la revolución. Estos pobres pueden dar la impresión (por las barbas, los velos, la vestimenta) de que el país profundo es islámico o está movilizado por los Hermanos Musulmanes. De hecho su aparición en la política se impuso al liderazgo de la organización. Así pues, se ha dado ya la señal de salida a la carrera: ¿quién conseguirá formular alianzas eficaces con las masas desorientadas, y eventualmente «encuadrarlas», término que personalmente rechazo: los Hermanos y sus islamistas asociados (salafistas) o la alianza democrática?
Se están dando pasos significativos en la construcción de un frente unido de fuerzas democráticas y trabajadores. Cinco partidos de orientación socialista, el Partido Socialista Egipcio, la Alianza Popular Democrática –en su mayor parte ex miembros del partido Tagammu– el Partido Democrático de los Trabajadores, el trotskista Partido Socialista Revolucionario y el Partido Comunista egipcio, ex componente de Tagammu, formaron en abril de 2011 una alianza de las fuerzas socialistas y se comprometieron a continuar luchando en conjunto a través de ella.
Mientras tanto se ha formado un Consejo Nacional (Maglis Watany) constituido por todas las fuerzas políticas y los actores del movimiento (partidos de orientación socialista, diversos partidos democráticos, sindicatos independientes, organizaciones campesinas, redes de jóvenes y numerosos grupos sociales.) Los Hermanos Musulmanes y los partidos de derecha se han negado a participar en este Consejo, reafirmando lo que ya sabemos: su oposición a la continuación del movimiento. El Consejo reúne aproximadamente a 150 miembros.
Frente al movimiento democrático, el bloque reaccionario
Al igual que en el pasado período de crecimiento de las luchas, el movimiento democrático antiimperialista y social se enfrenta en Egipto a un bloque reaccionario de gran poder. Este bloque puede identificarse en términos de sus componentes sociales (de clases, obviamente), pero también debe identificarse en relación con los que definen sus medios de acción política y el discurso ideológico al servicio de dicha acción.
En términos sociales, el bloque reaccionario está dirigido por la burguesía egipcia en su conjunto. Las formas de acumulación dependiente de los últimos 40 años han propiciado la aparición de una burguesía rica, beneficiaria exclusiva de la desigualdad escandalosa que acompaña a este modelo liberal-globalizado. Se trata de decenas de miles no de empresarios creativos –como el discurso del Banco Mundial los presenta– sino de millonarios y multimillonarios que deben su fortuna, todos ellos, a su connivencia con el aparato político (la corrupción es un componente orgánico del sistema). Esta burguesía compradora (en el actual lenguaje político de Egipto la gente los llama parásitos corruptos) apoya activamente la inclusión de Egipto en la globalización imperialista contemporánea y es aliada incondicional de Estados Unidos.
Esta burguesía tiene en sus filas a muchos generales del ejército y la policía, a civiles vinculados con el Estado y el partido gobernante (Nacional Democrático), creado por Sadat y Mubarak, a religiosos (los líderes de los Hermanos Musulmanes y los jeques de Al-Azhar, todos ellos multimillonarios). Ciertamente, todavía hay burguesía compuesta de pequeños y medianos empresarios activos. Pero éstos también son víctimas del sistema de extorsión creado por la burguesía compradora, y están con frecuencia reducidos a la condición de subcontratistas dominados por los monopolios locales, que a su vez son correas de transmisión de los monopolios extranjeros. En el sector de la construcción hay un principio casi universal: los «grandes» consiguen las adjudicaciones de obras, que luego subcontratan a los «pequeños». Esta burguesía de empresarios emprendedores ve con verdadera simpatía el movimiento democrático.
La vertiente rural del bloque reaccionario no es menos importante. Se compone de campesinos ricos que han sido los principales beneficiarios de la reforma agraria nasserista, y que sustituyeron a la antigua clase de los grandes terratenientes. Las cooperativas agrícolas creadas por el régimen nasserista asociaban a los pequeños agricultores y los campesinos ricos, con un funcionamiento que beneficiaba principalmente a éstos. Sin embargo, el régimen tomaba medidas para limitar los posibles perjuicios a los pequeños agricultores. Más tarde, estas medidas fueron abandonadas por Sadat y Mubarak, por recomendación del Banco Mundial, y el campesinado rico aceleró la desaparición de los pequeños agricultores. Los campesinos ricos siempre han sido una clase reaccionaria en el moderno Egipto, y ahora lo son más que nunca. También son el apoyo principal del Islam conservador en el campo y, a través de su estrecha relación (a menudo familiar) con los representantes del aparato del Estado y la religión, (Al Azhar es el equivalente de una iglesia musulmana organizada) dominan la vida social rural. Además gran parte de las clases medias urbanas (no sólo los oficiales del ejército y la policía, sino también los tecnócratas y profesionales) han surgido directamente del campesinado rico.
Este bloque social reaccionario dispone de instrumentos políticos a su servicio: el ejército y la policía, las instituciones del Estado, un partido político privilegiado –el Partido Nacional Democrático, creado por Sadat, y partido único de facto–, el aparato religioso (con su centro en Al Azhar) y las corrientes del Islam político (los Hermanos Musulmanes y los salafistas).
La ayuda militar concedida por Estados Unidos al ejército egipcio (1.500 millones de dólares anuales) nunca estuvo destinada a fortalecer la capacidad defensiva del país, sino, al contrario, a aniquilar este peligro mediante la corrupción sistemática, no sólo conocida y tolerada sino también apoyada de manera positiva, con auténtico cinismo. Esta supuesta ayuda ha permitido a los oficiales de más alto rango apropiarse de grandes sectores de la economía egipcia compradora, hasta el punto de que en Egipto se habla de la sociedad anónima-militar (Sharika al geish). El mando del ejército que ha tomado la responsabilidad de dirigir el período de transición no es por lo tanto neutral, aunque haya tomado la precaución de parecerlo, al desvincularse de la represión. El gobierno civil a sus órdenes (cuyos miembros han sido nombrados por el alto mando), integrado en parte por hombres del antiguo régimen elegidos entre las personas de más bajo perfil, ha tomado una serie de medidas perfectamente reaccionarias para frenar la radicalización del movimiento.
Entre estas medidas figura una perversa legislación contra la huelga, so pretexto de reactivar la economía; además de una ley que impone severas restricciones a la formación de partidos políticos a fin de permitir la entrada en el juego electoral únicamente a las corrientes del Islam político (los Hermanos Musulmanes en particular) ya bien organizadas gracias al apoyo sistemático del régimen anterior. Y sin embargo, a pesar de todo esto, la actitud del ejército sigue siendo en última instancia impredecible. Porque, a pesar de la corrupción de sus cuadros (los soldados son conscriptos, pero los oficiales son profesionales), el sentimiento nacionalista no está ausente en todos los casos. Además, el ejército lamenta haber sido prácticamente descartado del poder en beneficio de la policía. En estas circunstancias, y dado que el movimiento ha expresado firmemente su deseo de separar al ejército de la dirección política del país, es probable que el alto mando considere en un futuro permanecer entre bastidores, renunciando a presentar a sus hombres en las próximas elecciones.
Si bien, obviamente, el aparato policial se mantiene intacto (no se contemplan actuaciones judiciales contra sus funcionarios), tal como el conjunto del aparato estatal (los nuevos gobernantes son todos del antiguo régimen), el Partido Democrático Nacional ha desaparecido en la tormenta y su disolución ha sido sancionada por los tribunales. Sin embargo, podemos tener confianza en la burguesía egipcia: no cabe duda de que sabrá hacer revivir a su partido bajo nuevos nombres.
El Islam político
Los Hermanos Musulmanes son la única fuerza política que el régimen no sólo había tolerado sino que había apoyado activamente en su desarrollo. Sadat y Mubarak les confiaron la gestión de tres instituciones básicas: la educación, la justicia y la televisión. Los Hermanos Musulmanes no han sido nunca, ni pueden ser, «moderados» y mucho menos «democráticos». Su líder –el mourchid (en árabe, guía o Führer)– lo es por aclamación y la organización se basa en el principio de la disciplina y el cumplimiento de las órdenes de los jefes, sin debate de ningún tipo. La dirección está compuesta exclusivamente por hombres inmensamente ricos (gracias, entre otras cosas, al apoyo financiero de Arabia Saudí, es decir, de Washington), los cuadros los forman hombres surgidos de las facciones oscurantistas de las clases medias, y la base está compuesta por personas corrientes reclutadas por los servicios sociales que ofrece la Hermandad, siempre financiados por Arabia Saudí. Al mismo tiempo, las fuerzas de choque están formadas por milicias (los baltaguis) reclutadas en el lumpen.
Los Hermanos Musulmanes son partidarios de un sistema económico basado en el mercado y totalmente dependiente del exterior. En realidad, son un componente de la burguesía compradora. También han tomado posición contra las grandes huelgas de la clase obrera y las luchas de los campesinos para conservar la propiedad de su tierra. Los Hermanos Musulmanes sólo son «moderados» en el doble sentido de que siempre se han negado a formular un programa económico y social propio, y de que por esta misma razón no cuestionan las políticas neoliberales reaccionarias y aceptan en la práctica la sumisión a las exigencias de la implementación del control de EE.UU. en el mundo y en la región. Por lo tanto son aliados útiles para Washington (¿hay un aliado mejor de Estados Unidos que Arabia Saudí, el patrón de los Hermanos?), quien les ha otorgado un «certificado de democracia».
Pero Estados Unidos no puede admitir públicamente que su estrategia tiene como objetivo establecer regímenes islámicos en la región. Tiene que fingir que le dan miedo. De este modo legitima su «guerra permanente contra el terrorismo», que en realidad persigue otros objetivos: el control militar del planeta con el fin de reservar para Estados Unidos-Europa-Japón el acceso exclusivo a los recursos. Una ventaja adicional de esta duplicidad es que permite movilizar la islamofobia de la opinión pública. Europa, como sabemos, no tiene una estrategia específica para la región y se contenta con alinearse a las decisiones cotidianas de Washington.
Es más necesario que nunca poner en evidencia la duplicidad real de la estrategia de Estados Unidos, cuya opinión pública, hábilmente manipulada, se mantiene en la inopia. Más que a cualquier otra cosa Estados Unidos (y Europa en su estela) siente temor ante un Egipto verdaderamente democrático que, sin duda, pondría en cuestión su alineamiento con el liberalismo económico y la estrategia agresiva de Estados Unidos y la OTAN. Harán cualquier cosa para que Egipto no sea democrático y, con este fin, apoyarán por todos los medios, pero con hipocresía, la falsa alternativa de los Hermanos Musulmanes, que han demostrado ser sólo una minoría en el movimiento del pueblo egipcio por un cambio real.
La colusión entre las potencias imperialistas y el Islam político no es, en realidad, ni nueva ni propia de Egipto. Los Hermanos Musulmanes, desde su creación en 1927 hasta hoy, han sido siempre un aliado útil para el imperialismo y el bloque reaccionario local y además siempre han sido enemigos feroces de los movimientos democráticos. Y no serán los multimillonarios que dirigen hoy la Hermandad quienes se unan a la causa democrática. El Islam político es igualmente el aliado estratégico de Estados Unidos y sus socios menores de la OTAN en todo el mundo musulmán. Washington ha armado y financiado a los talibanes, a los que calificó de freedom fighters en su guerra contra el régimen nacional popular calificado de comunista (antes y después de la invasión soviética). Cuando los talibanes cerraron las escuelas de niñas creadas por los «comunistas», Washington halló algunos «demócratas» e incluso algunas «feministas» que reclamaban un supuesto respeto a las tradiciones.
En Egipto, los Hermanos Musulmanes tienen ahora el apoyo de la corriente salafista, también financiada abundantemente por los países del Golfo. Los salafistas se califican de extremistas (wahabíes convencidos, intolerantes frente a cualquier otra interpretación del Islam) y son los promotores de los asesinatos sistemáticos de los coptos. Son operaciones difíciles de imaginar sin el apoyo tácito (y una complicidad a veces mayor) de los aparatos estatales, en particular de la Justicia, en gran parte confiada a los Hermanos Musulmanes. Esta extraña división del trabajo permite a los Hermanos Musulmanes aparecer como moderados, tal como Washington pretende que se crea. Sin embargo, hay luchas violentas en perspectiva dentro de los movimientos religiosos islámicos en Egipto. Porque el Islam egipcio históricamente dominante es sufí, y sus hermandades agrupan a 15 millones de seguidores. Es un Islam abierto, tolerante, que hace hincapié en la convicción individual y no en la práctica de rituales («hay tantas vías hacia Dios como individuos», afirman), el sufismo egipcio ha sido siempre visto con sospecha por los poderes del Estado que, sin embargo, blandiendo el palo y la zanahoria, han evitado entrar en guerra abierta contra él. El Islam wahabí del Golfo es su opuesto: arcaico, ritualista, conformista, enemigo declarado de cualquier interpretación distinta de la suya, que no es más que un simple recitado de los textos, enemigo de todo espíritu crítico, al que compara con el diablo. El Islam wahabí ha declarado la guerra al sufismo y pretende erradicarlo, para lo cual cuenta con el apoyo de las autoridades. Por su parte, los sufíes son secularizadores, si no laicos, y llaman a la separación de la religión y la política (el poder del Estado y las autoridades religiosas que éste reconoce: Al Azhar). Los sufíes son aliados del movimiento democrático. El precursor de la introducción del Islam wahabí en Egipto fue Rachid Reda, en la década de 1920, y en 1927 fueron los Hermanos Musulmanes quienes tomaron el relevo. Pero este movimiento islamista sólo adquirió su fuerza actual después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la renta petrolera de los países del Golfo, apoyados por Estados Unidos en conflicto con la ola de liberación nacional popular de la década de 1960, permitió multiplicar sus medios financieros.
La estrategia de Estados Unidos: el modelo paquistaní
Las tres potencias que han dominado el escenario de Oriente Medio durante todo el período de reflujo (1967-2011) son: Estados Unidos, patrón del sistema, Arabia Saudí e Israel. Se trata de tres aliados íntimos. Los tres comparten el mismo temor obsesivo a la emergencia de un Egipto democrático. Porque éste sólo podría ser antiimperialista y social, tomaría sus distancias del liberalismo mundial, condenaría a Arabia Saudí y a los países del Golfo a la insignificancia, reanimaría la solidaridad de los pueblos árabes e impondría a Israel el reconocimiento del Estado palestino.
Egipto es una piedra angular en la estrategia estadounidense para controlar el planeta. El objetivo exclusivo de Washington y sus aliados Israel y Arabia Saudí es conseguir que aborte el movimiento democrático en Egipto; con ese fin, quieren imponer un «régimen islámico» dirigido por los Hermanos Musulmanes, que es el único medio que tienen para perpetuar la sumisión de Egipto. El «discurso democrático» de Obama sólo sirve para confundir las opiniones ingenuas, las de Estados Unidos y Europa en primer lugar.
Se habla mucho, para dar una legitimidad a un gobierno de los Hermanos Musulmanes (¡alineados con la democracia!), del ejemplo turco. Pero sólo es una cortina de humo. Porque el ejército turco, que sigue presente entre bastidores, aunque en realidad no es democrático y por añadidura es un fiel aliado de la OTAN, sigue aportando la garantía del «laicismo» en Turquía. El proyecto de Washington, expresado abiertamente por Hillary Clinton, Obama y los think tanks a su servicio, se inspira en el modelo paquistaní: el ejército (islámico) entre bastidores, el gobierno (civil) asumido por el partido (o los partidos) islámicos «elegidos». Obviamente, si se diera este caso, el gobierno «islámico» egipcio sería recompensado por su sumisión en los asuntos esenciales (no cuestionar el liberalismo ni los presuntos «tratados de paz» que permiten que Israel continúe su política de expansión territorial) y podría proseguir, como una compensación demagógica, con la implementación de sus proyectos «de islamización del Estado y de la política», ¡y los asesinatos de los coptos! Bonita democracia la que se concibe en Washington para Egipto. Naturalmente Arabia Saudí apoya con todos sus medios (financieros) la implementación de ese proyecto. Porque Riad sabe perfectamente que su hegemonía regional (en el mundo árabe y musulmán) exige que se reduzca a Egipto a la insignificancia. Y el medio es «la islamización del Estado y de la política»; de hecho una islamización de tipo wahabí con todos sus efectos –entre otros las desviaciones fanáticas con respecto a los coptos y la negación del derecho de igualdad de las mujeres-.
¿Es factible este tipo de islamización? Quizá, pero al precio de violencias extremas. La batalla se libra sobre el artículo 2 de la constitución del régimen depuesto. Dicho artículo, que estipula que «la Sharia es la fuente del derecho», es una novedad en la historia política de Egipto. Ni la constitución de 1923 ni la de Nasser la imaginaron. Fue Sadat quien la introdujo en su nueva constitución con el triple apoyo de Washington (¡respetar las tradiciones!), de Riad (El Corán toma el lugar de la constitución) y de Jerusalén (El Estado de Israel es un Estado judío).
El proyecto de los Hermanos Musulmanes sigue siendo el establecimiento de un Estado teocrático, como se pone de manifiesto en su adhesión al artículo 2 de la constitución de Sadat/Mubarak. Por añadidura el programa más reciente de la Hermandad también refuerza esa visión retrógrada con la propuesta de instaurar un «Consejo de Ulemas» encargado de vigilar que todos los proyectos de ley sean conformes a las exigencias de la Sharia. Ese consejo constitucional religioso es análogo al de Irán que controla al «poder elegido». Entonces el régimen sería el de un gran partido religioso único, y todos los partidos que se autodefinieran como laicos se convertirían en «ilegales» y los partidarios de dichos partidos no musulmanes (como los coptos) quedarían excluidos, de hecho, de la vida política. A despecho de todo esto los poderes de Washington y Europa hacen como si se pudiera tomar en serio la reciente declaración de los Hermanos en la que «renuncian» al proyecto teocrático (¡sin modificar su programa!), otra declaración mentirosa y oportunista. ¿Los expertos de la CIA no saben leer el árabe? La conclusión se impone: Washington prefiere el poder de los Hermanos, que le garantizan el mantenimiento de Egipto en su redil y en el de la globalización liberal, al poder de los demócratas con los que correría el riesgo de que se cuestionase seriamente el estatuto subalterno de Egipto. El partido Justicia y Libertad, creado recientemente y visiblemente inspirado en el modelo turco, apenas es otra cosa que un instrumento de los Hermanos. Admitirían a los coptos (!), lo que significa que los invitan a aceptar el Estado musulmán teocrático consagrado por el programa de los Hermanos si quieren tener derecho a «participar» en la vida política de su país. Pasando a la ofensiva, los Hermanos Musulmanes crean «sindicatos», «organizaciones campesinas» y una retahíla de «partidos políticos» con diferentes nombres cuyo único objetivo es dividir los frentes unidos de trabajadores, campesinos y demócratas con el fin de trabajar en beneficio, por supuesto, del bloque contrarrevolucionario.
¿Será capaz el movimiento democrático egipcio abolir ese artículo en la futura constitución? Sólo podemos responder a esta pregunta volviendo a examinar los debates políticos, ideológicos y culturales que se han desplegado en la historia del Egipto moderno.
Comprobamos, en efecto, que los períodos ascendentes se caracterizan por una diversidad de opciones abiertamente expresadas que relegan la «religión» (siempre presente en la sociedad) a un segundo plano. Así fue durante dos tercios del siglo XIX (de Mohamed Alí al Jedive Ismail). Los temas de la modernización (en forma de despotismo ilustrado más que democrática) dominaron entonces la escena. Fue lo mismo de 1920 a 1970: había un enfrentamiento abierto entre los «demócratas burgueses» y los «comunistas», que ocuparon ampliamente el primer plano de la escena hasta el nasserismo. Éste suprimió el debate para sustituirlo por un discurso populista panárabe, pero al mismo tiempo «modernizador». Las contradicciones de ese sistema abrieron el camino de regreso al Islam político. Podemos comprobar que en las fases de reflujo, por el contrario, desaparece la diversidad de opiniones dejando sitio a un anacronismo presuntamente islámico que se arroga el monopolio del discurso autorizado por el poder. De 1880 a 1920 los británicos construyeron esta tendencia, entre otras cosas al condenar al exilio (en particular en Nubia) a todos los pensadores y actores modernistas egipcios formados desde Mohamed Alí. Pero también se remarcó que «la oposición» a la ocupación británica se ubica asimismo en esa concepción anacrónica. La Nahda (inaugurada por Afghani y continuada por Mohamed Abdou) se inscribe en esta tendencia, asociada a la ilusión «otomanista» defendida por el nuevo Partido Nacionalista de Mustafá Kemal y Mohamed Farid. No es sorprendente que esa deriva condujera hacia el final de los escritos ultra reaccionarios de Rachid Reda, recuperado por Hassan el Bana, fundador de los Hermanos Musulmanes.
Fue lo mismo en el período de reflujo de los años 1970-2010. El discurso oficial del poder (de Sadat y de Mubarak), perfectamente islamista (como lo demuestra la introducción de la Sharia en la constitución y la delegación de poderes esenciales a los Hermanos Musulmanes), es también el de la falsa oposición, la única tolerada, la del discurso de las mezquitas. Por eso el artículo 2 puede parecer muy sólidamente anclado en la «convicción» general (en la «calle» como se suele decir por imitación del discurso estadounidense). No se pueden subestimar los efectos devastadores de la despolitización instaurada sistemáticamente durante los períodos de reflujo. Nunca es fácil salir a flote. Pero no es imposible. Los debates actuales en Egipto se centran –explícita o implícitamente- en esa cuestión de la presunta dimensión «cultural» del desafío (en la competencia islámica). Indicadores positivos: Han sido suficientes algunas semanas de debates libres que se han impuesto en la realidad para ver como desaparecía de todas las manifestaciones el eslogan «el Islam es la solución» a favor de reivindicaciones precisas en el terreno de la transformación concreta de la sociedad (libertad de opinión , de formación de partidos, sindicatos y otras organizaciones sociales, salarios y derechos laborales, acceso a la tierra, educación y sanidad, rechazo de las privatizaciones y llamado a las nacionalizaciones, etc.). Una señal que no llama a engaño: en las elecciones de los estudiantes la aplastante mayoría (un 80%) de los votos que fueron para los Hermanos Musulmanes hace cinco años (cuando era el único discurso aceptado como presunta oposición) ha caído al 20% en las elecciones de abril. Pero el adversario también sabe organizar la respuesta al «peligro democrático» Las modificaciones insignificantes de la constitución (¡todavía vigente!) propuestas por un comité constituido exclusivamente por islamistas elegidos por el consejo supremo (el ejército) y adoptados por referéndum deprisa y corriendo en abril (con un 23% de «no», pero una mayoría de «sí», forzada por los fraudes y un chantaje masivo de las mezquitas) no conciernen, obviamente, al artículo 2.
Las elecciones presidenciales y legislativas están previstas para septiembre/octubre de 2011. El movimiento democrático lucha por una «transición democrática» más larga, de forma que permita que sus discursos lleguen verdaderamente a las masas desamparadas. Pero Obama hizo su elección en los primeros días de la insurrección: una transición breve, ordenada (es decir, sin cuestionar los aparatos del régimen) y las elecciones (que den la deseada victoria a los islamistas). Como sabemos las «elecciones» en Egipto, como en otras partes del mundo, no son el mejor medio de asentar la democracia sino, a menudo, el de acabar con la dinámica de los avances democráticos.
Una última palabra con respecto a la «corrupción». El discurso dominante del «régimen de transición» enfatiza su denuncia asociada con amenazas de persecución judicial (ya veremos cómo será en realidad). Ese discurso ciertamente es bien recibido, particularmente por la fracción, sin duda la más amplia, de la opinión ingenua. Pero se guarda de analizar las razones profundas y de explicar que la «corrupción» (presentada como una desviación moral, un tipo de discurso moralista estadounidense) es un componente orgánico necesario en la formación de la burguesía. No sólo en el caso de Egipto y en los países del Sur en general, se trata de la formación de una burguesía compradora cuya asociación con los poderes del Estado constituye el único medio de emerger. Sostengo que en el estado capitalista de los monopolios generalizados la corrupción se convierte en un elemento constitutivo orgánico de la reproducción del modelo de acumulación: la retención de la renta de los monopolios exige la complicidad activa del Estado. El discurso ideológico (el virus liberal) proclama «nada de Estado» mientras que su práctica es «el Estado al servicio de los monopolios».
Zona de tormentas
Mao tenía razón cuando afirmó que el capitalismo (en su existencia auténtica, es decir, imperialista por naturaleza) no tenía nada que ofrecer a los pueblos de tres continentes (la periferia constituida por Asia, África y América Latina, esa «minoría» que reúne al 85% de la población del planeta) y que por lo tanto el Sur constituía la «zona de tormentas», es decir, de las revueltas repetidas, potencialmente (pero sólo potencialmente) portadoras de avances revolucionarios dirigidos a la superación del capitalismo por el socialismo.
La «Primavera Árabe» se inscribe en esta realidad. Se trata de revoluciones sociales potencialmente portadoras de la cristalización de alternativas que pueden inscribirse a largo plazo en la perspectiva socialista. Es la razón por la cual el sistema capitalista, el capital de los monopolios dominantes a escala mundial, no puede tolerar el desarrollo de esos movimientos. Dicho sistema movilizará todos los medios posibles de desestabilización, desde las presiones económicas y financieras hasta la amenaza militar. Apoyará, según las circunstancias, bien las falsas alternativas fascistas o pseudofascistas o bien la implantación dictaduras militares. No hay que creer una palabra de lo que dice Obama. Obama es Bush pero con otro lenguaje. Hay una duplicidad permanente en el lenguaje de los dirigentes de la tríada imperialista (Estados Unidos, Europa occidental, Japón).
No tengo la intención, en este artículo, de examinar exhaustivamente cada uno de los movimientos en curso en el mundo árabe. (Túnez, Libia, Siria, Yemen y otros). Porque los componentes del movimiento son diferentes de un país a otro, igual que lo son las formas de la integración de cada uno en la globalización imperialista y las estructuras de los regímenes establecidos.
La revolución tunecina dio el pistoletazo de salida y ciertamente envalentonó mucho a los egipcios. Por otra parte el movimiento tunecino cuenta con una auténtica ventaja: el «semilaicismo» implantado por Burguiba sin duda no podrá ser cuestionado por los islamistas que regresan de su exilio en Gran Bretaña. Aunque al mismo tiempo el movimiento tunecino no parece estar en condiciones de cuestionar el modelo de desarrollo extravertido inscrito en la globalización capitalista liberal.
Libia no es Túnez ni Egipto. El bloque en el poder (Gadafi) y las fuerzas que combaten contra él no tienen ninguna analogía con lo que hay en Túnez y en Egipto. Gadafi siempre ha sido un títere cuyo pensamiento encuentra su reflejo en su famoso Libro Verde. Al actuar en una sociedad todavía arcaica, Gadafi podía permitirse discursos –sin gran alcance real- sucesivamente «nacionalistas y socialistas» y después, al día siguiente, adherirse al «liberalismo». Lo hizo «¡para complacer a los occidentales!», como si la elección del liberalismo no tuviera efectos en la sociedad. Sin embargo los tuvo y en general agravó las dificultades sociales para la mayoría. Entonces ya estaban dadas las condiciones para la explosión que conocemos, inmediatamente aprovechada por el Islam político del país y los regionalismos. Porque Libia nunca existió realmente como nación. Es una región geográfica que separa el Magreb y el Mashreq. La frontera entre ambos pasa precisamente por el medio de Libia. La Cirenaica, históricamente griega y helenística, después se convirtió en «mashrequina». La Tripolitania fue latina y se convirtió en magrebina. Por eso siempre hay una base para los regionalismos en el país. En realidad no se sabe quiénes son los miembros del Consejo Nacional de Transición de Bengasi. Quizá haya demócratas ente ellos, pero es seguro que hay islamistas, y de los peores, y regionalistas. Desde el principio «el movimiento» ha tomado en Libia la forma de una revuelta armada, disparando sobre el ejército, y no la de una ola de manifestaciones civiles. Esta revuelta armada, por otra parte, llamo inmediatamente a la OTAN en su auxilio. Así se dio entonces la ocasión para una intervención militar de las potencias imperialistas. Los objetivos que se persiguen no son, ciertamente, la «protección de los civiles» ni la «democracia», sino el control del petróleo y la consecución de una importante base militar en el país. Es cierto que las empresas occidentales ya controlaban el petróleo libio desde que Gadafi se alineó al «liberalismo». Pero con Gadafi nunca se puede estar seguro de nada. ¿Y si vuelve la chaqueta y mañana mete en su juego a los chinos o a los indios? Pero hay algo más grave. Desde 1969 Gadafi exigía la evacuación de las bases británicas y estadounidenses establecidas en Libia tras la Segunda Guerra Mundial. En la actualidad, Estados Unidos necesita transferir el AFRICOM (el mando militar de Estados Unidos para África, una pieza importante del dispositivo de control militar del planeta ¡todavía en Stuttgart!) a África. La Unión Africana lo rechaza y hasta la fecha ningún Estado africano se ha atrevido a aceptarlo. Un lacayo establecido en Trípoli (o en Bengasi) obviamente suscribiría todas las exigencias de Washington y de sus aliados subalternos de la OTAN.
Los componentes de la revuelta en Siria hasta ahora no han dado a conocer sus programas. Sin duda la deriva del régimen baasista, alineado al neoliberalismo y singularmente pasivo frente a la ocupación del Golán por parte de Israel, está en el origen de la explosión popular. Pero no hay que excluir la intervención de la CIA: se habla de grupos que han penetrado en Deraa procedentes de la vecina Jordania. La movilización de los Hermanos Musulmanes, que ya estuvieron hace años en el origen de las insurrecciones de Hama y de Homs, quizá no es extraña al complot de Washington, que se dedica a acabar con la alianza Siria/Irán, esencial para el apoyo de Hizbulá en Líbano y de Hamás en Gaza.
En Yemen la unidad se construyó sobre la derrota de las fuerzas progresistas que habían gobernado el sur del país. ¿El movimiento se rendirá ante esas fuerzas? Por esta razón se comprenden las dudas de Washington y del Golfo.
En Barhéin la revuelta ha abortado por la intervención del ejército saudí y la masacre, sin que los medios de comunicación dominantes hayan encontrado nada que decir. El doble rasero, como siempre.
La «revuelta árabe» no es el único ejemplo, aunque es la expresión más reciente de la manifestación de la inestabilidad inherente a la «zona de tormentas».
Una primera ola de «revoluciones», si las llamamos así, barrió ciertas dictaduras de Asia (Filipinas, Indonesia) y de África (Malí), que habían sido establecidas por el imperialismo y los bloques reaccionarios locales. Pero allí Estados Unidos y Europa consiguieron abortar la dinámica de esos movimientos populares, a veces gigantescos por las movilizaciones que suscitaron. Estados Unidos y Europa quieren repetir en el mundo árabe lo que pasó en Malí, en Filipinas y en Indonesia: ¡cambiar todo para que nada cambie! Allí, después de que los movimientos populares se desembarazasen de sus dictadores, las potencias imperialistas se dedicaron a que lo esencial permaneciese a salvo por medio de gobiernos alineados al neoliberalismo y a los intereses de la política extranjera. Es interesante comprobar que en los países musulmanes (Malí e Indonesia) el Islam político se movilizó con ese fin.
Por el contrario la ola de movimientos de emancipación que barrió América del Sur permitió auténticos avances en las tres direcciones que representan la democratización del Estado y la sociedad, la adopción de las subsiguientes medidas antiimperialistas y el compromiso en la vía de las reformas sociales progresistas.
El discurso dominante de los medios de comunicación compara las «revueltas democráticas» del Tercer Mundo con las que pusieron fin a los «socialismos» de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Se trata de una superchería pura y simple. Porque independientemente de las razones (comprensibles) de las revueltas en cuestión, aquéllas se inscribían en la perspectiva de la anexión de la región por las potencias imperialistas de Europa occidental (en beneficio de Alemania en primer lugar). De hecho, reducidos ya al estatuto de «periferia» de la Europa capitalista desarrollada, los países de Europa del Este conocerán mañana su auténtica revolución. Ya hay señales que lo anuncian, en particular en la antigua Yugoslavia.
Las revueltas, potencialmente portadoras de avances revolucionarios, se prevén por todas partes, o casi, en los tres continentes que siguen siendo, más que nunca, zona de tormentas, desmintiendo así los discursos almibarados sobre el «capitalismo eterno» y la estabilidad, la paz y el progreso democrático que lleva asociados. Pero esas revueltas, para traer los avances revolucionarios, deberán vencer numerosos obstáculos: por un lado superar las debilidades del movimiento, construir las convergencias positivas entre sus componentes, concebir y establecer las estrategias eficaces, pero también por otra parte derrotar las intervenciones (incluidas las militares) de la tríada imperialista. Cualquier intervención militar de Estados Unidos y la OTAN en los asuntos de los países del Sur bajo cualquier pretexto, por ejemplo los de apariencia amable –como la intervención humanitaria- debe proscribirse. El imperialismo no quiere el progreso social ni la democracia para esos países. Los lacayos que implanta en el poder cuando gana la batalla siguen siendo enemigos de la democracia. No podemos por menos de lamentar que la «izquierda» europea, incluso radical, haya dejado de comprender qué es el imperialismo.
El actual discurso dominante llama a la instauración de un «derecho internacional» que en principio autorice la intervención cuando se violen los derechos fundamentales de un pueblo. Pero no existen las condiciones necesarias que permitan avanzar en esa dirección. La «comunidad internacional» no existe. Se resume en la embajada de Estados Unidos seguida automáticamente por las de Europa. ¿Es necesario describir la larga lista de las, más que lamentables, criminales intervenciones y sus resultados? (por ejemplo Irak). ¿Hay que recordar el principio de «doble rasero» que las caracteriza? (Podemos pensar, obviamente, en los derechos violados de los palestinos y el apoyo incondicional a Israel o en las innumerables dictaduras que se siguen apoyando en África).
La primavera de los pueblos del Sur y el otoño del capitalismo
Las «primaveras» de los pueblos árabes, como las que conocieron los pueblos de América Latina desde hace dos decenios, lo que denomino la segunda ola del despertar de los pueblos del Sur –la primera se desplegó en el siglo XX hasta la contraofensiva del capitalismo/imperialismo neoliberal- reviste formas diversas que van desde las explosiones dirigidas contra las autocracias que precisamente acompañaron el despliegue neoliberal hasta la revisión del orden internacional por parte de los «países emergentes». Así pues, estas primaveras coinciden con «el otoño del capitalismo», el declive del capitalismo de los monopolios generalizados, globalizados y «financiarizados». Los movimientos parten, como los del siglo anterior, de la reconquista de la independencia de los pueblos y los Estados de las periferias del sistema, que recuperan la iniciativa en la transformación del mundo. Por lo tanto son, ante todo, movimientos antiimperialistas y además, sólo potencialmente, anticapitalistas. Si esos movimientos llegan a converger con el otro despertar necesario, el de los trabajadores de los centros imperialistas, podría dibujarse a escala mundial una perspectiva auténticamente socialista de toda la humanidad. Pero eso no está inscrito de ninguna forma en el avance como una «necesidad de la historia». El declive del capitalismo puede abrir el camino a la larga transición al socialismo como puede comprometer a la humanidad en la vía de la barbarie generalizada. El proyecto del control militar del planeta por parte de las fuerzas armadas de Estados Unidos y sus aliados subalternos de la OTAN, que sigue en marcha, el declive de la democracia en los países del centro imperialista o el rechazo retrógrado de la democracia en los países revolucionarios del Sur (que toma la forma de ilusiones para los religiosos «fundamentalistas» que proponen el Islam, el hinduismo y el budismo políticos), operan junto a esa perspectiva abominable. Así, la lucha por una democratización laica toma una dimensión decisiva en el momento actual, que opone la perspectiva de la emancipación de los pueblos a la de la barbarie generalizada.
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