La muerte de Troy Anthony Davis estaba programada para el pasado 21 de septiembre a las 7 de la tarde. Ese día me encontraba informando desde las inmediaciones del “Corredor de la muerte”, en la prisión de Jackson, Georgia. Estábamos expectantes, aguardando novedades sobre si la Corte Suprema le perdonaría la vida.
Davis fue condenado a muerte por el asesinato del oficial de policía de Savannah Mark MacPhail, ocurrido en 1989. Siete de los nueve testigos civiles se retractaron de sus declaraciones o cambiaron luego su testimonio, y algunos incluso afirmaron que dieron testimonios falsos tras sufrir intimidación policial. Uno de los dos testigos que no se retractaron de su testimonio es el hombre al que muchos señalaron como el verdadero autor del homicidio. No hay pruebas materiales que vinculen a Davis con el hecho.
Davis era uno de los más de 3.200 prisioneros condenados a pena de muerte en Estados Unidos. Su fecha de ejecución había sido postergada tres veces y con cada nueva fecha, la sensibilidad mundial hacia el caso aumentaba. Amnistía Internacional asumió su causa, al igual que la Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP, por sus siglas en inglés). Hubo pedidos de clemencia del Papa, del ex Director del FBI William Sessions y del ex congresista republicano de Georgia Bob Barr. Tras otorgar la suspensión de la ejecución en 2007, la Junta de Perdón y Libertad Condicional del estado de Georgia expuso entre sus fundamentos que “no se permitirá que ninguna ejecución proceda en este estado a menos…que no haya dudas acerca de la culpabilidad del acusado”.
Pero es justamente esa duda la que generó tanta indignación a nivel mundial con respecto a su causa. Mientras esperábamos, la multitud congregada alrededor de la prisión fue creciendo. Llevaban pancartas con mensajes como “Demasiadas dudas” y “Yo soy Troy Davis”. Se realizaron vigilias en todo el mundo, en países como Islandia, Inglaterra, Francia y Alemania. Ese mismo día, las autoridades de la prisión nos entregaron un escueto material con información para la prensa, donde se indicaba que a las 3 de la tarde Davis sería sometido a un examen médico de rutina.
¿Un examen médico de rutina? En una iglesia local situada en la misma calle de la prisión, Edward DuBose, presidente de la sede de la NAACP en Georgia, dio un discurso junto a defensores de derechos humanos, miembros del clero y familiares que venían de ver a Davis. “Tuvimos que concluir nuestra visita a Troy porque iban a hacerle un examen médico para asegurarse de que está en buen estado físico, para poder amarrarlo e inyectarle la sustancia letal en el brazo. No se confundan: lo llaman ejecución; nosotros lo llamamos homicidio”.
Davis rechazó una comida especial. El material de prensa describía la comida que le ofrecerían a Davis: “Hamburguesas a la parilla, papas al horno, frijoles, col, galletitas y bebida de uva”. También detallaba el cóctel letal que vendría después: “Pentobarbital. Bromuro de pancuronio. Cloruro de potasio. Ativán (sedante).” El pentobarbital anestesia, el bromuro de pancuronio paraliza y el cloruro de potasio detiene el corazón. Davis no quiso el sedante ni su última cena.
A las 7 de la tarde, la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos estaba estudiando el pedido de aplazamiento de Davis. El caso había sido enviado al juez de la Suprema Corte Clarence Thomas, que es originario de Pin Point, Georgia, una comunidad fundada por esclavos liberados cerca de Savannah, donde vivía Davis.
Los gritos de clemencia se hicieron más fuertes. Allen Ault, ex guardia del corredor de la muerte de Georgia —que supervisó cinco ejecuciones allí—, envió una carta al Gobernador de Georgia, Nathan Deal, co-firmada junto a otros cinco guardias y directores de prisiones estatales jubilados. La carta decía: “Si bien la mayoría de los prisioneros en cuyas ejecuciones participamos asumieron la responsabilidad de los delitos por los que se los castigó, algunos de nosotros también ejecutamos prisioneros que afirmaron su inocencia hasta el final. Esos son los casos que jamás se olvidan”.
La Corte Suprema negó la petición. La ejecución de Davis comenzó a las 22.53. Un portavoz de la prisión dio la noticia a los periodistas que esperaban afuera: “Hora de la muerte: 23.08”.
Los testigos de la ejecución salieron. Un periodista de Associated Press que estuvo allí relató las últimas palabras de Troy Davis: “Quería hablar con los familiares de MacPhail y dijo que a pesar de la situación en la que se encontraban, él no había sido el culpable. Dijo que no fue personalmente responsable de lo que sucedió aquella noche, que no tenía un arma. Les dijo a los familiares de MacPhail que lamentaba su pérdida, pero también dijo que él no fue quien le quitó la vida a su hijo, padre o hermano. Les pidió que investigaran el caso en mayor profundidad para descubrir la verdad. También pidió a su familia y amigos que no dejaran de rezar, que continuaran luchando y que no perdieran la fe. Y luego le dijo al personal de la prisión: ‘A quienes van a quitarme la vida, que Dios se apiade de ustedes’”.
El estado de Georgia llevó el cuerpo de Davis a Atlanta para realizarle una autopsia, y le cobró los gastos de transporte a su familia. En el certificado de defunción de Davis figura como causa de la muerte simplemente “homicidio”.
Mientras me encontraba en las inmediaciones de la prisión, inmediatamente después de que Troy Davis fuera ejecutado, el Departamento de Cárceles amenazó con cortar nuestra transmisión. El espectáculo se había terminado. Alguien me recordó las palabras de Gandhi cuando le preguntaron qué pensaba acerca de la civilización occidental. Dijo: “Creo que sería una buena idea”.
Denis Moynihan colaboró en la producción periodística de esta columna.
Texto en inglés traducido por Mercedes Camps. Edición: María Eva Blotta y Democracy Now! en español, spanish@democracynow.org
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