Entonces, una ráfaga de aplausos indetenibles —batidos a todo lo que dan el pecho y las palmas, como gritando sentimientos calados— delataron su presencia y rompieron el silencio expectante de más de 1 300 personas con la esperanza común de poder verlo. Queríamos compartir el oxígeno y el mismo techo con uno de los hombres más grandes que ha parido la historia y, con ello, agenciarnos el privilegio de tenerlo a escasos metros, y guardarlo para cada quien, sin una pantalla de televisión de por medio.
Eran los aplausos más sentidos, más comunicativos y más prolongados de los que he sido testigo. Y no era para menos. En ellos se codificaban —y hacían sinergia— las frases que imaginé decirle alguna vez, de niña, si coincidía con él en un congreso infantil, o en una cobertura determinada, ya de graduada.
Incluso el agradecimiento sincero y nacido desde la izquierda del pecho que no pocos —jóvenes y experimentados— ensayamos expresarle frente a un espejo. Pero si en algo creo que estuvimos unánimemente de acuerdo al salir de la sala, aun sin someterlo a votación, es que con esos aplausos distendidos, cualquier palabra pecaría de innecesaria. ¡Qué aplausos! ¡Qué Fidel!
“Pasamos a otro tema”, fue la expresión que marcó el deshielo de una Sala No. 1 del Palacio de Convenciones expectante; entonces, se encontraron las risas arrancadas por su habitual jovialidad y los nudos en la garganta por tenerlo allí, frente a nuestros ojos, hablándonos.
Era también el preludio de uno de los momentos más atesorados de mi corta vida —si no el mayor—; un encuentro histórico para mí (y para todos), por ser la primera vez ante Fidel. Y eso lo resume todo. Más allá incluso de lo que un puñado de cuartillas y un álbum de instantáneas pueden comunicar. Y la historia se multiplicaba en cadenetas en esa sala, con la alegría individual y colectiva de sabernos parte de algo grande, de algo inmensamente humano y sensible. Único.
Estaba, sin saberlo en ese minuto, frente al reto mayor como profesional y cubana. Quería registrarlo todo en mi notebook sin perderme, al unísono, ningún detalle de sus expresiones, sus mensajes, lo que transmitía, la firmeza y dulzura conjugadas en su mirada. Todo.
En cualquier ángulo de la sala se advertía hasta a los más fuertes enjugar lágrimas, tragar nudos en seco y volcar la mirada en el vacío por intervalos, para contener las emociones. Sobre todo cuando dijo: “pronto deberé cumplir 90 años, nunca se me habría ocurrido tal idea y nunca fue fruto de un esfuerzo; fue capricho del azar. Pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos como prueba de que en este planeta, si se trabaja con fervor y dignidad, se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan, y debemos luchar sin tregua para obtenerlos”.
Y más duro aún, cuando aseveró: “tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala”. Eso caló hondo, nos hizo sobrecogernos, es algo para lo que jamás estaremos preparados; simplemente nos rehusamos a la idea de tener que imaginarlo. Quizá porque esa misma sala, e incluso los rincones del país en que no haya estado (si existe ese lugar), lo saben presente siempre. Eso no va a cambiar jamás. Y es que, como él mismo vaticinó, la marcha (hacia lo eterno) es “indetenible”.
Su modestia increíble no faltó en este discurso, al hacer explícito su honor —que fue más bien nuestro— por escucharlo. Estuvo en todo momento y, en especial, al ponerse de pie poco antes, en galas de su respeto por la ratificación de Raúl como Primer Secretario del Partido.
“Algunos o tal vez muchos de ustedes se pregunten dónde está la política en este discurso (…) está aquí en estas moderadas palabras. Ojalá muchos seres humanos nos preocupemos por estas realidades y no sigamos como en los tiempos de Adán y Eva comiendo manzanas prohibidas”, instó en otra oportunidad.
Alertó también de los peligros como sociedad y como especie, en particular el estribado del poder destructivo armamentístico, “peligro mayor” capaz no solo de poner en jaque a la paz mundial, sino de asestarle un jaque mate al ser humano. De ahí la convocatoria del líder de la Revolución Cubana a conocer más y adaptarnos a la realidad. Y advirtió que, aun de sobrevivir nuestra especie, quedaría latente el desafío de alimentar miles de millones de estómagos en un mundo donde los recursos naturales estarían tocando fondo.
Rebobinando su intervención en mi memoria, releyéndolo entre líneas y destejiendo enseñanzas, descubro de nuevo las esencias que se juntan como prólogo de un libro aún por escribir: el privilegio de ser revolucionario es fruto de nuestra propia conciencia, el esfuerzo sobrehumano de dirigir que él encarnó en mayúsculas, el erudito que ha llegado a ser sin tener preceptor alguno en su vida de estudiante, cuando a sus veinte y algo tenía sueños de montañas y disponía de más tiempo para el deporte, antes de que sierras y ejercicios se entrelazaran para descubrir los derroteros de la independencia…
No necesitaba convencernos de que no es “ignorante, extremista, ni ciego”, ni de que la formación y aprehensión de su ideología no se circunscribiera al estudio personal sobre economía. Estamos convencidos de lo que es: la guía eterna, la ejemplaridad con figura humana, el arquitecto principal y líder de una Revolución que rediseña su presente y futuro sobre los mismos principios fundacionales. Un sabio con vocación de timonel.
Es el padre preocupado, primero por los otros y casi nunca por él, el de la línea de vanguardia para defender el proyecto en el que cree y construyó. Es el Fidel infinitamente humano y sensible, que nos desafía a crecernos constantemente, que hala y moviliza multitudes, predica a fuerza de ejemplo y se anticipa en el tiempo. Pareciera que los adjetivos se esconden, tal vez porque no basta con uno para resumirlo, aunque el de revolucionario insustituible pudiera dar una idea.
Y así, se van dibujando otras claves, hasta llegar a aquella en formato de pregunta: “¿por qué me hice socialista? más claramente, ¿por qué me convertí en comunista?”. Solo la certeza que él mismo esgrimió en este martes histórico podría responder a priori esa interrogante, cuando confirmó a los amigos de nuestra nación en el mapamundi, de que “el pueblo cubano vencerá”.
A pocos minutos de su intervención, ya recorrían voces en los pasillos de ese Palacio —y luego en las redes, en la calle, en los barrios; dentro y fuera de la geografía nacional— en torno a la repercusión de su intercambio en el Congreso. Me atrevería a vaticinar que el impacto mayor está en los sentimientos que despierta, en cuánto es capaz Fidel de emocionar a la gente, a su gente. En esa cualidad tan suya de educar y tocar fibras de ternura.
Este 19 de abril, Nemesia, la “flor carbonera” que eternizó en versos el Indio Naborí, estaba igualmente en esa sala. Cincuenta y cinco años después de aquel “huracán de disparos agujereando los lirios de sus zapaticos blancos”, y cinco décadas y media exactas de que los mercenarios mordieran la derrota en las arenas de Girón, ella abrazó al hombre que le prometió a su generación un futuro socialista, y lo cumplió.
En el diálogo entre Nemesia y él, que no alcanzamos a escuchar, se subtitulaba virtualmente para los presentes un agradecimiento infinito por todo, y por darle a ella, como a muchas niñas y niños de diferentes generaciones, más que zapatos blancos, un futuro con piernas firmes, un camino, un proyecto… y victorias, y fe.
Quizá para muchos de los que allí estaban, como sin duda lo es para mí ya, los martes pierdan, a partir de este instante, la mística fatalista que los ronda en el imaginario popular y comiencen a ser nuestro día predilecto.
Nunca antes escuché entonar con tanto sentimiento las notas de la Internacional, algunos más melodiosos, otros un tanto desafinados y casi todos con voces entrecortadas. Esa imagen, con la misma canción-himno de banda sonora, de Fidel tomando con su mano izquierda la de Raúl, y con la derecha estrechando a Machado, es lo más parecido al saludo de la generación histórica a su pueblo, representado en aquella sala. Un saludo-manifiesto.
Verlo allí con el General de Ejército me remitió también, menos de dos meses atrás, a la casa del mayor de esa tríada de hermanos —Ramón Castro Ruz, cuando este había dado al pueblo su último “hasta siempre”— y empecé a hilvanar las anécdotas que llegaban entonces a mis oídos. Y sentí revivirlas.
Tampoco pude evitar encontrarme en su casa natal en Birán, justo delante de aquel cuadro colgado en una pared con cuatro ases de barajas y cuatro fotos. Según me habían contado durante la guía, era el cuadro en el que su mamá Lina había consagrado los cuatro “ases de la Revolución”. Y la más reciente de las fotos, al lado del as de corazones, es precisamente la de Raúl: ese nunca te va a traicionar, dicen que fue la expresión de Lina al completar los naipes y sus personificaciones.
Ahora el 19 de abril será, por partida doble, el Día de la Victoria. Fidel se despidió del Congreso de la misma manera en que entró: bautizado de ovaciones que no tienen traducción alguna. Y en cada choque de palmas, la gente le hablaba, le daba las gracias por una vida dedicada a la Revolución, como si todos los elogios de un pueblo cupiesen entre dos manos, y si en los latidos agitados de los corazones allí colapsados por la emoción, le fuera el agradecimiento eterno de un país que se sabe, ante todo, fidelista.
Mientras lo veía alejarse, sentí realizado el sueño del abrazo que idealicé de niña y la entrevista que tejí en mi mente, una vez periodista. El Fidel que era siempre el primero en compartir el dolor de su gente, que nunca le fue ajeno. El inmortalizado en cuadros, poesías, recuerdos. No en balde Galeano lo fotografió en prosa, cual “símbolo de dignidad nacional” para Cuba y “entrañable” para los latinoamericanos.
Y como cualquier palabra me parece ahora inepta para describir estos sentimientos —pecho adentro—, ruego porque estas líneas puedan tornarse en esa banda sonora de aplausos que se resisten a abandonar mis oídos y repican, a campanazos, cinco letras que resumen a una nación: Fidel.
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