El pasado 16 de febrero viajé a Santiago de Cuba con el colega Arnold August para rendir tributo, ante sus respectivas tumbas, a José Martí y a Fidel Castro. Buen amigo de Cuba, sobre cuya realidad revolucionaria ha escrito libros y artículos basados en su conocimiento directo del terreno, August había venido como parte de la delegación de su país, Canadá, a la Feria del Libro de La Habana, dedicada este año a esa nación. Entre sus contribuciones personales a la cita destacó una ponencia —“Fidel Castro, el poder político y la nueva cultura”, que reprodujo Cubadebate—, en el coloquio sobre el líder de la Revolución.
Al margen de esa labor quiso también consumar —por su cuenta, sin carga para ninguna institución del país— el homenaje aludido. Por su programa en la Feria y en torno a ella, y por la fecha fijada para el regreso a Montreal, la ciudad canadiense donde reside y trabaja, debía viajar a Santiago y volver a La Habana el mismo día, lo que se complicó porque ya no había espacios en vuelos a Santiago, sino a Holguín. Tuvo que reservar la ida y la vuelta para los vuelos CU 964 y 974, respectivamente, asignados a un Boeing 737, y, por ser vuelos chárter, más caros, en pesos convertibles para ambos viajeros.
Para los desplazamientos Holguín-Santiago-Holguín logramos un taxi tramitado por Ezequiel Hernández Gómez, vicepresidente de la filial holguinera de la Unión de Periodistas de Cuba. El conductor, Roberto Rodríguez Pérez, fue eficiente, respetuoso y cordial. Entre los taxistas privados y los de Cubataxi —que es su caso— contactados, fue el que puso el precio menos alto, algo de agradecer, sobre todo porque en el país lo primero que se le hace a un taxi, aunque sea un vehículo de estreno, es anularle el taxímetro.
Desde que el avión despegó hacia Holguín las informaciones se dieron solo en inglés, aunque los pasajeros eran de distintas nacionalidades, no pocos hispanohablantes, incluidos cubanos residentes en Cuba. Ya avanzado el vuelo, le pregunté a la amable aeromoza que nos atendía por qué se hacía así aunque viajábamos en un avión operado por Cuba, con boletos vendidos aquí por Cubana de Aviación y en un vuelo nacional. Se deshizo en explicaciones: que el avión no es cubano, que está alquilado a Italia, que lo opera no recuerdo qué agencia (cubana), que el sobrecargo principal es italiano… Le faltó aducir el dominio estadounidense sobre la multinacional Boeing, y el sabor de ese nombre.
Entonces —le dije— ¿por qué no dan la información en español, italiano e inglés, en ese orden, si creen que el inglés es el idioma del mundo y no la lingua franca de un imperio, por influjo de la cual en aeropuertos y reservaciones aéreas del país su capital se llama Havana, mientras que en aeropuertos de otras latitudes se llama La Habana? La respuesta última fue que eso no dependía de ella, contestación que encarna una tragedia nacional.
No obstante, a punto de aterrizar en Holguín, el mensaje final a los viajeros se dio en español, italiano e inglés. Lleno de ilusiones, pensé: ¿Será que la queja surtió algún efecto? De hecho la habían respaldado quienes viajaban en la misma fila que August y yo: un cubano de Cuba nacido en Birán —como Fidel— y un matrimonio de turistas: peruana ella; él, un mexicano a quien la alegría del viaje no le impidió comentar dignamente la realidad impuesta a su país por factores internos (¡ay, Ayotzinapa!) y por designios estadounidenses.
No se debe menospreciar el valor cultural, político, histórico y moral de los símbolos, ni sucumbir al pensamiento pragmático, al acomodamiento y la resignación, que llevan a ignorar “detallitos” como la importancia de que, quien esté en Cuba, sienta que se halla en este país, no en otro, y lo rodea la cultura cubana, no otra. Si se desestima —ya sea en aviones o en uniformes de peloteros— lo que representa a la nación, desde la lengua —que tiene nombre de otro país pero lo han creado pueblos que le han impregnado su alma— hasta la bandera, el himno y el escudo, ¿por qué asombrarse de que proliferen símbolos y expresiones del imperio que se las ha arreglado para poner en marcha una maquinaria cultural, o anticultural, dominante, con recursos para imponerse como si fuera un hecho natural, si no divino? Se trata del mismo imperio que, pese a todo, mantiene el bloqueo económico, financiero y comercial contra Cuba y sigue tratando de torcerle el camino.
El destino primero del viaje era el cementerio de Santa Ifigenia, y a él llegamos sin percatarnos del madrugón que casi nos había impedido dormir la noche anterior. Valió la pena. ¡Cuánta callada y apreciable veneración en quienes —de Cuba y de otros países— van hasta allí para honrar el último testimonio de la existencia física de héroes fundadores!
A la entrada está el austero mausoleo de Fidel, como una trinchera de piedra, y de ideas, puesta a amparar a Martí, cuyos restos se encuentran a pocos metros. Ni siquiera percibimos el exceso de molesto control que, según nos habían dicho, hallaríamos en torno a la roca natural que protege las cenizas de Fidel, ni hay por qué descartar que, con el paso del tiempo y una mayor aceptación de la pérdida física del líder, y sin ceder al descuido ni perder solemnidad, la necesaria custodia se torne cada vez menos perceptible.
Todavía la organización topográfica para los movimientos por el sitio dificulta ver el cementerio y tomar fotos desde algunos ángulos que harían de ellas imágenes más representativas aún. Pero es necesario cuidar el sitio con esmero, y cualquier escollo resulta pequeño ante la emoción de acercarse a los lugares donde reposan los que fueron los huesos de luchadores que jamás descansaron cuando se trataba de defender a la patria natal, y a esa patria mayor que es la humanidad, en la que también se nace, se vive y se muere.
No se esbozará aquí, ni de lejos, la historia de aquel cementerio, ni un inventario de los restos sagrados que alberga. Sobre eso hablan datos y juicios en textos de varios autores, y este artículo tampoco intentará —¿con qué palabras?— dar fe de lo que allí se siente. También sobre eso abundan y abundarán asimismo testigos y testimonios, aunque tal vez ninguno alcance la altura de la realidad y las emociones que los animan.
Llegamos asimismo al otro punto relevante planeado para el viaje: Birán. Conmueve y alecciona como sitio donde nació quien devendría líder de la Revolución Cubana. Allí sobreviven signos que recuerdan desigualdades económicas y sociales de aquella época: a no muchos metros de la casona de la propiedad, se ven varias barracas de yagua, techo de guano y piso de tierra donde se alojaban inmigrantes antillanos, en especial de Haití, que acudían a Cuba para buscarse la vida, o la muerte, en el corte de caña y otros menesteres rudos. Y se aprecia el deseo justiciero con que el dueño, Ángel Castro, padre de Fidel y otros revolucionarios, procuró que niños y niñas de la servidumbre y de los alrededores tuvieran una escuela, la misma donde iniciaron el aprendizaje sus propios hijos.
El enclave alecciona igualmente, o sobre todo, por lo que aporta como otra prueba de la capacidad de algunos seres humanos —así el líder cuya existencia hizo que aquel entorno deviniese histórico— para no atascarse en lo mezquino y, en vez de eso, pensar más en el bienestar colectivo que en el suyo. De lo contrario, Fidel Castro Ruz pudo haber sido un millonario más, un abogado lleno de riquezas materiales, como en sus circunstancias pudo haber hecho José Martí, a quien talento le sobraba para saltar muy por encima de su origen humilde —que honró con su conducta, con cada uno de sus actos, con su vida de asceta— y hacerse una fortuna. Pero escogió ser uno de los pobres de la tierra, y tuvo plena moral para proclamar la decisión, consumada, de echar su suerte con ellos.
La necrópolis de Santa Ifigenia yo la conocía de varias visitas, todas antes de la partida de Fidel, y hacía más de cuarenta años que había visitado Birán, y aquellos lares me aportaban algo nuevo, como ocurre con sitios de tal índole, de tal significación. Pero, aunque las imágenes me reanimaban sentimientos o me despertaban otros, me detenía a observar en especial —sin comentarle nada, para no interferir en ellas— las emociones que, en silencio, experimentaba Arnold. Percibirlas bastaba para confirmar lo que Cuba, su historia y su Revolución representan para el mundo que José Martí se propuso alzar con el proyecto de 1895 y para todos los tiempos, con un ímpetu retomado por Fidel, en especial desde los sucesos del 26 de julio de 1953 y sus preparativos.
No noventa, ni cien, ni mil, infinitas razones hay para comprender la importancia de salvar a Cuba y su experimento justiciero, un propósito en que no cabe descuidar nada, ni lo que pudiera parecer minucia. El 22 de julio de 1893, en una circular a los presidentes de los clubes del Partido Revolucionario Cubano, Martí plasmó un principio de conducta que también hizo suyo Fidel: “la pobreza pasa: lo que no pasa es la deshonra que con pretexto de la pobreza suelen echar los hombres sobre sí”.
Con esos sentimientos llegamos al aeropuerto Frank País, para tomar el avión en que debíamos viajar hasta La Habana, pero nos llevamos una sorpresa: no vimos ningún anuncio sobre ese vuelo. Preguntando, topamos con una noticia escueta, como si no requiriese ninguna explicación, que tampoco tuvimos: estaba cancelado, y nos subirían a otro avión. La información no resultaba clara, y, aunque fuimos tratados con vocación de amabilidad —una vocación que, para realizarse en plenitud, en casos tales demanda hechos—, sentimos necesario reclamar que se nos asegurase el regreso esa noche.
Insistimos en ello desde que recibimos la inquietante noticia, y renovamos el afán al oír que llamaban a los viajeros de otro vuelo y, al parecer, no se nos tenía en cuenta. Cuando preguntamos, la respuesta fue que debíamos seguir esperando. Temimos quedarnos varados largamente en aquel aeropuerto, lo que habría dado al traste con citas que, como una en Prensa Latina, Arnold tenía concertada en La Habana para la mañana siguiente.
No nos quedamos allí varados, pero tampoco se indemnizó a quienes —como el amigo canadiense— habían hecho reservaciones para un vuelo que, por ser chárter y tener supuestamente determinadas características adicionales, era bastante más caro. “Cubana no indemniza”, fue en esencia la respuesta que recibimos, y que expresa una deficiencia de funcionamiento nacional que habrá que revertir —de manera orgánica, como cuando se trate, por ejemplo, de personas que sufran accidentes debido al mal estado de calles y aceras— para lograr el país que necesitamos, debemos y deseamos tener: con prosperidad y ética sustentables, como se demanda que sea.
Si aún no hay recursos para reparar las vías públicas, para devolver lo que se ha cobrado de más no parece que hagan falta inversiones muy significativas. Sentido de responsabilidad sí se requiere, y eso nada ni nadie puede ni debe acorralarlo. En una nación bloqueada, no solo su línea aérea puede tener déficits, carencias materiales explicables, pero sería suicida acostumbrarse a ellas con la inercia acuñada en “Eso no está a mi alcance” o “Ese no es asunto mío”, expresiones que de distintas formas son cotidianas, y percibimos desde el primer tramo del vuelo. Aunque, al menos, este fue puntualísimo, y felizmente desmintió lo dicho por la vendedora de la reservación en Cubana al preguntársele si, dadas sus características —mayor precio incluido—, se cumpliría el itinerario programado: “Cubana no es puntual”, dijo con una franqueza tan natural como escalofriante.
Si la nación no toma esos toros, y otros, por los cuernos, y no alcanza los logros que tiene el deber de cosechar, quedará lejos de lograr todo lo que está llamada a realizar “para merecer decir somos Fidel”, título de un texto publicado en este portal Cubarte y escrito por el mismo autor del presente artículo. En todo caso, llegar a ese merecimiento y no hacer tal proclamación será más honroso que hacerla sin merecerlo. La grandeza de la memoria y el ejemplo de Martí y de Fidel, y de otros muchos héroes fundadores, exige que su pueblo y todas sus instituciones se apliquen a rendirles homenaje de pensamiento y de actos, en forma permanente y a la altura de lo que ellos legaron a su patria y al mundo.
Esa realidad estuvo presente en lo dicho por Arnold August cuando ya volábamos hacia La Habana: “Siempre recordaré este día. Cumplí el sueño de rendirles homenaje a Martí y al Comandante en Santa Ifigenia. Ya olvidé lo desagradable ocurrido”. Agradezcamos al buen amigo su lealtad, su ejercicio de memoria selectiva para pasar por alto déficits que dañan no solo la imagen de Cuba —lo que ya sería grave—, sino también su funcionamiento. Pero nosotros no podemos olvidar los desaguisados, ni dejar de combatirlos, pues solo erradicándolos estaremos en condiciones de cambiar todo lo que debe ser cambiado, y cultivar las realidades de una cultura llamada a seguir, tesonera y creativamente, las lecciones de quienes trazaron el camino y lo abonaron con sus sacrificios y su inteligencia.
(Tomado de Cubarte)
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