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Para el alma divertir

Hace poco un matrimonio amigo me invitó a su casa a tomar café. Consecuentes con aquello de que la infusión te hace pensar cuando estás solo y conversar si tienes compañía, entre sorbo y sorbo echamos un parrafito sobre nuestros hijos. Primero hablé hasta por los codos de mis chicas. Luego indagué por Robin, el primogénito de mis anfitriones, un joven abogado a quien casi vi nacer. «Está leyendo en el patio —dijeron—. Ve a verlo».

Salí y, en efecto, encontré al muchacho arrellanado en una hamaca con un libro entre las manos. Lo saludé. «Me acabo de enterar de tu gusto por la lectura. Eso es nuevo, me parece…», le dije con una pizca de sorna. «Pues sí, y no sabes cuánto siento no haberlo hecho más a menudo —admitió—. Mira, en este libro he aprendido cosas que no te enseñan en ninguna escuela». Y me lo mostró.

Se trataba del Diario de Ana Frank, el conocido texto escrito por una niña judía de 13 primaveras, quien, durante dos años y medio, estuvo oculta de los nazis en el sótano de una casa de Ámsterdam, la capital de Holanda. Cuando la descubrieron, fue deportada al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde murió de tifus junto a su hermana en los primeros meses de 1945. Robin compró el libro a sugerencias de un colega en la última Feria del Libro.

«Es una joya —comentó—. Me hizo admirar el optimismo de esta adolescente, aun en su difícil situación. Oye lo que escribió el 15 de julio de 1944: “Asombra que yo no haya abandonado aún todas mis esperanzas, puesto que parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, me aferro a ellas a pesar de todo, porque sigo creyendo en la bondad innata del hombre”. ¿No te parece impresionante?».

Aquella tarde, además de la gratitud de mis papilas gustativas por la taza de café, me despedí de mis amigos con el alma alegre, pues confirmé en el ejemplo de un profesional de 24 años cuánto puede haber de interés y de hallazgo en un compendio de páginas impresas. Y recordé al escritor norteamericano Ralph W. Emerson cuando dijo. «En ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo hasta el curso de su vida».

En esta etapa de verano, suerte de remanso para las neuronas después de un intenso período de trabajo y estudio, refugiarse en la lectura constituye una elección recreativa de primera calidad. Pero —¡ojo!— no debe ser autoimpuesta. ¡Es preciso disfrutarla! «Al libro hay que ir con los brazos abiertos, no con los brazos en alto», advirtió el intelectual argentino Jorge Luis Borges.

Las bibliotecas públicas cubanas atesoran textos sobre los más variopintos temas y para las más exigentes preferencias. Desde la poesía completa de Mario Benedetti hasta los cuentos inmortales de Guy de Maupassant; desde las novelas de realismo mágico de García Márquez hasta las narraciones de los safaris africanos de Ernest Hemingway; desde las crónicas sublimes de José Martí hasta las aventuras de Julio Verne; desde la antología del Siglo de Oro español hasta el erotismo literario de Isabel Allende… Transitar por sus anaqueles es hacer un periplo por la cultura universal. Y para los nativos digitales no faltan opciones de parecido mérito en esa versión, y hasta se puede acudir al consejo y al préstamo de los amigos, siempre con la promesa de devolver los ejemplares.

Los museos, guardianes del patrimonio

Otra alternativa de recreación nada desdeñable son los museos. Aunque, por razones obvias, la mayoría de los más importantes se localizan en La Habana, ninguna provincia carece del suyo y tampoco faltan en los municipios. En sus estantes y vitrinas figura toda una oferta de conocimientos a menudo desaprovechada. Los jóvenes deberían considerar en sus itinerarios veraniegos una escala en sus recintos con la certeza de que esas visitas devendrán provechosas clases magistrales.

Amén de los de historia general, otros museos gozan de gran singularidad y son únicos en su tipo. ¿Les dedican alguna parte de su tiempo los jóvenes de las provincias correspondientes? Cito, entre los más originales, el Museo de la Guayabera, en Sancti Spíritus; el Museo de la Lucha contra Bandidos, en Trinidad; el Museo sobre el Crimen de Barbados, en Las Tunas; el Museo de Cera, en Bayamo; el Museo Farmacéutico, en Matanzas; el Museo Nacional del Transporte Terrestre, en Santiago de Cuba…

Más que lugares para embalsamar fríamente la historia del hombre, estas instituciones son auténticos espacios de enseñanza y de aprendizaje. Hacen las veces de máquinas del tiempo, capaces de conectarnos con el pasado para conocer de dónde venimos y quiénes somos. Privarnos de su magisterio, amén de un desatino de lesa cultura, entraña despilfarrar una ocasión de conocer el devenir en su estado natural. «Los museos de verdad son los sitios en los que el tiempo se transforma en espacio», acotó en una glosa el escritor turco Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2006.

La pintura de las esencias

¿Y las galerías de arte? Conozco a jóvenes que nunca las incluyen entre sus expectativas. Argumentan, equivocadamente, que carecen de patrones estéticos para valorar lienzos y murales, y por eso nunca asisten a sus exposiciones. «¡Esa pintura no se parece a nada!», me dijo delante de un cuadro abstracto un desconcertado estudiante a quien tengo por persona inteligente. Le respondí con una aseveración de Oscar Wilde: «Ningún gran artista ve las cosas como realmente son. Si lo hiciera, dejaría de ser artista».

Visitar las muestras de artes plásticas, en cualquiera de sus manifestaciones, propicia que la sensibilidad para apreciar la estética de una obra germine y madure. Cuando a inicios de año se exhibió por el país una exposición fotográfica en homenaje a Fidel, escuché a un joven tunero decir, admirado: «No sabía que una cámara podía conseguir tantas maravillas». A todas luces, ignoraba que una imagen es un poema sin palabras. Meses después, lo vi recorrer la ciudad cazando sus propias instantáneas.

Las obras pictóricas de muchos artistas jóvenes contemporáneos —la mayoría de ellos con formación académica— llevan plasmadas en sus matices y trazos sus respectivas maneras de interpretar el mundo y la sociedad en que viven. Ahí están para confirmarlo las exposiciones de la Asociación Hermanos Saíz, colmadas de talento y colorido. Este verano es una buena coyuntura para visitarlas.

Cultura a 24 fotogramas por segundos

Si existe una expresión artística por la cual los jóvenes han experimentado siempre una inusitada simpatía, esa es el cine. Cierto es que, en la actualidad, las salas oscuras asisten a una mengua progresiva —y comprensible— de la afluencia de público. Se culpa de eso a las nuevas tecnologías, que permiten disfrutar de buenas propuestas en otros formatos sin moverse de la casa o hasta el deterioro de muchas de nuestras salas.

Empero, las instalaciones existentes se niegan a rumiar su frustración con las luces encendidas. Para paliarla, casi todas organizan ciclos de películas de artistas y directores famosos. Es que, a pesar de tiempos y de espacios, la riqueza narrativa de la obra fílmica la convierte per se en una formidable herramienta cultural para conocer la condición humana a través de la imagen y el sonido.

En el contexto de la serie La otra guerra, que abordó por la TV la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias alzadas en el Escambray en los años 60, le recomendé a una estudiante universitaria las películas cubanas El brigadista y El hombre de Maisinicú. «Cuando las veas comprenderás mejor lo ocurrido en aquella etapa», le dije. Y le copié las dos en una memoria.

Mi sorpresa fue mayúscula al toparme con la muchacha días después. Me confesó haber disfrutado los filmes como yo no podría imaginarme y que esa misma sensación les había causado a su familia. Y no solamente eso: me dijo que los hizo circular entre muchos de sus compañeros de aula. «Fue nuestro tema de conversación y de debate durante varias jornadas», aseguró.

La pantalla chica propone desde hace meses una programación fílmica a la que sería bueno prestarle atención. Debemos tener en cuenta que las sociedades se moldean también a través de la imagen narrativa, cuyos argumentos favorecen una aproximación más racional al complejo mundo del ser humano y a sus expectativas. El cine, como la lectura y los tesoros museables también pueden disfrutarse ahora en otros soportes, como el digital.

Alimentos del alma

Cecilia Linares, investigadora y coautora del libro Consumo Cultural y sus prácticas en Cuba, dijo que «es imprescindible conocer las  demandas, preferencias, motivaciones y expectativas culturales de los jóvenes y adolescentes cubanos de hoy (…) para propiciar la investigación cualitativa en aquellos aspectos de mayor impacto en sus vidas y de mayor influencia institucional».

Tiene toda la razón la estudiosa. Y nada mejor para conocer esas preferencias, motivaciones, demandas y expectativas que proponer opciones que las cultiven. Los jóvenes siempre agradecerán un buen filme, un museo novedoso, una exposición con temas osados y un libro con argumento que polarice. Porque, en definitiva, ¿acaso no son el arte y la cultura alimentos del alma?

(Tomado de Juventud Rebelde)

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Etiquetas: CubaJuventudRecreación

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