El fútbol es pasión en la Argentina. Por eso no es de extrañar que sea este el deporte principal de los niños de ese país austral desde que traspasan las tres cuartas del piso.
Ernestito, el hijo mayor del matrimonio Guevara de la Serna, no fue la excepción…aunque, para ser justos, sí lo fue, sobre todo por la batalla que libró contra el fardo del asma, la cual le deparó no pocos sobresaltos cuando su acometividad le exigía demasiado a sus pulmones.
Sin embargo, Ernesto fue un niño empecinado. Desde sus acciones más precoces se vislumbraba la férrea voluntad que lo caracterizaría y terminaría ayudándolo a vencer cualquier adversidad. Su padre recordaba siempre aquella zanjita que su hijo tuvo que aprender a vadear, con apenas dos años de edad, siempre que iba a buscarle la matera en la que bebía la infusión de los gauchos.
Siguiendo los pasos de su madre, excelente nadadora, el pibe, como les dicen a los niños argentinos, a los ocho años comenzó sus avatares en las piscinas del Sierra Hotel, donde recibió lecciones de Carlos Espejo, campeón del estilo mariposa. Contra la voluntad de su familia, entrenaba hasta dos horas diarias. En lugar de castigar su osadía, el padre lo dejó por incorregible, mientras lo observaba con callado orgullo salvar distancias en el agua con habilidad.
La natación no fue el único deporte que captó su interés. La pesca, el hipismo, el clavado, los bolos, el tenis de campo, el golf, el ciclismo y hasta el boxeo lo tuvieron entre sus practicantes más audaces. El fútbol y el rugby ganaron protagonismo rápidamente, junto al ajedrez, de este último hablaremos en otro momento.
Según narran sus contemporáneos, desde sus correrías por Alta Gracia, adonde se habían mudado todos buscando alivio para su mal, la barra o pandilla de chicos improvisaba una cancha de fútbol en cualquier campo abierto. También era la época en que seguía, paso a paso, los acontecimientos de la Guerra Civil Española y ploteaba en un mapa las victorias del bando republicano.
Lo mismo de lateral, defensa o de portero Ernestito se ganó la admiración de la muchachada por su garra. Incluso, se convirtió en el capitán de un equipo bautizado como «Aquí te paramos el carro».
Al matricular en el Colegio Nacional Deán Funes, de Córdoba, para cursar el bachillerato, en 1942, trabó amistad con un miembro de la familia Granado, con la que le unirían lazos imperecederos. Por su forma de llevar el cabello lo apodaron El Pela’o y con velocidad, empuje y templanza supo compensar sus falencias técnicas en gambetear, enraizándose entonces bajo los tres palos para evitar los sofocos tras correr por toda la cancha.
Por sus méritos, Ernesto logró que Tomás Granado lo invitara a jugar en el equipo de la Escuela Normal Mixta de Maestros Alejando Carbó para un partido no oficial, donde descolló por su constante defensa y su destreza cabeceando. También militó en los «equipitos» Escolares de Alta Gracia –que pertenecía a los ferrocarriles–, Elevación y el representativo del pueblecito de Bower. Su amigo Alberto Granado confesó un día: «Cuando queríamos neutralizar a un jugador contrario, casi siempre lo poníamos a él como marcador, por su tenacidad, que además unido al ruido que ocasionaba por su asma, terminaba por sacar de quicio al contrario. Pero realmente donde él se lucía era en la portería, porque era arrojado, se salía con mucha facilidad».
Fue entonces con la familia Granado donde comenzó a interesarse por el rugby. Varios de los hermanos practicaban el rudo deporte y cuando Alberto, que en esa época era Mial, le dijo que por su complexión no podría jugar, Ernesto se le impuso y lo obligó a ponerlo a prueba. Mial acercó dos sillas y las unió por encima con un palo de escoba. Tomó impulso y las saltó sin tocarlas, cayendo de espaldas. Retó a Ernestito y este no solo lo imitó, «rompiendo caída» perfectamente, sino que lo hizo varias veces como si nada. Primero jugó de suplente en el Estudiantes Rugby Club, de Córdoba, hasta que se ganó la titularidad en el conjunto negriazul.
Siempre con la ayuda de sus amigos que corrían junto a él por los bordes del terreno para alcanzarle el inhalador, El Pela’o corría hasta la asfixia. Al decir de sus colegas, era tan intransigente que aunque fuera «tackleado», derribado con un golpe de hombros, le costaba trabajo soltar la pelota. En una ocasión, jugando contra el Tala Rugby Club, se agotó tanto para ganar la pelota que cuando lo consiguió quedó exánime sobre la hierba. Los que pensaban que la estaba acaparando, como hacía usualmente, descubrieron que yacía desmayado, a causa de la falta de oxígeno por el asma, y lo llevaron con urgencia al médico para reanimarlo.
Por cuenta de esos «sofocones», el padre resolvió hablar con su cuñado, a la sazón dueño del San Isidro Club (SIC) de Buenos Aires, donde alineaba Ernesto ya estudiante de Medicina, para que lo suspendiera y así evitar un problema con su salud, pero no consiguió nada. El joven se enteró y se inscribió en uno de los equipos contrarios, el Atalaya. Con el SIC había ganado, en 1951, el campeonato de Seven (variante del rugby en la que juegan siete atletas por equipo, diferente al rugby inglés, de 15).
«Tenía un tackle nervioso –recordaba Alberto Granado–, yo le puse nervioso, porque él no tenía tanta fuerza como la que transmitía. En los entrenamientos empezaron a llamarle Fúser, porque él agarraba la pelota, corría para que lo tacklearan y luego se la daba a otro para tacklear él. Entonces la gente gritaba: ¡Cuidado…que ahí va el furibundo Serna! Es así como surge el apodo». Y así El Pela’o se convirtió en Fúser, se recibió de médico y continuó enriqueciendo su palmarés deportivo. Además de incursionar en nuevas disciplinas, Fúser también se desempeñó como periodista deportivo, se unió a la redacción de Tackle, revista especializada en rugby y dejó su huella como reportero en los II Juegos Panamericanos México 1955, sin abandonar su pasión por el ajedrez que le duró, incluso, hasta cuando se convirtió en el Che… pero esa es otra historia, para contarla más adelante.
Bibliografía: William Gálvez, Che deportista, Editora Política 1998
(Tomado de Granma)
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