Alanys Arroyo y sus hermanos pequeños llevan semanas refugiados en una escuela, pero no han ido a clase. Viven en un campus convertido en albergue en el oeste de Puerto Rico desde que el huracán María inundó su casa y destruyó sus pertenencias, intentando pasar el tiempo mientras su familia espera ayuda para sustituir el apartamento que perdieron en la tormenta.
Arroyo, de 15 años, lee o ayuda a su madre a limpiar el aula donde duermen. Los chicos juegan con un balón de fútbol y corren por los pasillos. Están aburridos y cada vez más frustrados, una combinación muy extendida entre los jóvenes de Puerto Rico, que sigue congelada en el tiempo casi un mes después del huracán.
La mayoría de las escuelas siguen cerradas y los chicos pasan el tiempo jugando en árboles derribados o utilizando la valiosa batería de los celulares para jugar, esperando a que la vida regrese a la normalidad mientras los adultos a su alrededor luchan por recomponer sus vidas.
“Los días son largos”, dijo Alanys mientras lavaba lo que quedaba de la ropa de la familia en un cubo de basura de plástico. “Extraño estudiar”.
No es más fácil para su madre, Yahaira Lugo, que empieza a desesperarse en su intento de mantener ocupados a sus cuatro hijos.
“¿Qué hago con ellos todo el día? No hay nada. Ni televisión, ni internet. No tenemos libros, se perdieron. No hay ningún sitio para ir”, dijo.
Los niños son niños y muchos parecen estar aprovechando lo que parecen unas vacaciones ampliadas. Pero Andy Gualdado, de 15 años, dijo que la novedad se ha pasado y extraña a los amigos con los que solía hablar todos los días.
“Ahora me gustaría ir a la escuela”, dijo, tomándose un descanso de su jornada de montar en bicicleta entre tendidos eléctricos derribados y ramas de árboles en San Juan.
La tormenta arrasó la isla el 20 de septiembre causando al menos 48 muertes, según el conteo oficial. Provocó inundaciones generalizadas y desbarató toda la red eléctrica en un territorio de 3.4 millones de personas.
Las 1,113 escuelas públicas siguen cerradas, aunque 167 sirven como centros comunitarios para que niños y ancianos pasen allí parte del día y reciban desayuno y almuerzo. Otras 99 escuelas se utilizan como refugios para unas 5,000 personas que duermen en salones como la familia Arroyo.
Mientras las autoridades buscan la forma de reabrir las escuelas, deben afrontar la realidad de que unas 70 quedaron demasiado dañadas en la tormenta para reabrir, algunas vieron sus cimientos afectados por aludes de tierra y muchas no tienen agua corriente. Pocas, si es que hay alguna, tienen electricidad.
Se suponía que los profesores debían presentarse el lunes en sus centros asignados para preparar el reinicio de las clases la semana que viene, pero la secretaria de Educación, Julia Keleher, admite ahora que eso fue demasiado ambicioso. El inicio se ha demorado para algún momento a partir del 30 de octubre.
No se trata solo de las escuelas primarias y secundarias. Las universidades y centros de formación profesional también están cerradas o abren con horario reducido, obligando a los jóvenes a dejar su vida en suspenso o mudarse al territorio continental de Estados Unidos para perseguir sus sueños.
Luis Sierra, un joven de 19 años que estudia para convertirse en chef, pasó una tarde reciente sin camiseta bajo el sol de la tarde, vigilando las cosas de su familia en otra escuela convertida en refugio en Toa Baja, al oeste de San Juan. La escuela donde estudia no reabrirá hasta agosto. “Este año yo lo perdí”, comentó.
Algunas de las escuelas públicas en mejor estado se utilizan como centros comunitarios donde los estudiantes pueden ir a jugar y comer una comida caliente preparada por el personal de la cafetería de la escuela.
En los oscuros salones de la escuela primaria Ramón Marín Solá, varios niños de cuarto grado se entretenían con juegos de mesa mientras llovía en el exterior. Otros trabajaban en un diario sobre el huracán María, escribiendo sobre lo que habían comprado antes de la tormenta y lo que perdieron, y en qué les gustaría tener para sus casas.
“Estamos tratando de enseñarles cómo volver a ser felices”, comentó la directora del centro, Zoraya Cruz. “En este momento, no estamos preocupados por el currículo. Queremos que se sientan cómodos y seguros”.
Celiz Torres, de nueve años, dijo que ayudaba a su madre para intentar limpiar su casa y pasar el rato hasta que empezara la escuela, pero que se entusiasmó ante la oportunidad de volver a las aulas, aunque fuera por unas horas.
“Extrañé a mis amigos y maestros”, dijo.
Muchos estudiantes y jóvenes se han marchado al territorio continental, aunque se desconoce el número exacto. Como la tormenta llegó poco después del huracán Irma, que rodeó la isla sin un impacto directo, los alumnos solo han tenido unas seis semanas de clase desde el inicio del curso académico el 14 de agosto.
La secretaria de Educación, que gestiona un sistema con 345,000 alumnos, querría tener a los niños en clase tan pronto como sea posible. Pero es una cuestión de necesidades que compiten entre sí, dijo Keleher. Sí, los niños necesitan recibir una educación y los padres necesitan enviarlos a la escuela para poder volver a trabajar. Pero hay que reparar y limpiar los campus, y en torno al 10% sigue sirviendo de refugio.
“Una se pregunta: ¿Es mi prioridad sacar a esa familia? Porque si esa familia es la familia del niño al que estoy educando, ¿a quién ayudo al sacarlos antes?”, explicó Keleher en una entrevista con The Associated Press. “Tenemos el objetivo, pero no es el objetivo a costa de seres humanos afectados por el camino”.
El distrito ya ha retrasado el final del curso del 31 de mayo al 15 de julio y podría tener que ampliarlo más y alargar las jornadas académicas.
Cuando vuelvan a clase, muchos niños sufrirán el estrés de haber perdido sus hogares y todas sus pertenencias en las inundaciones registradas en amplias zonas de la isla. Algunos profesores y empleados lidian con los mismos problemas, explicó Damarys Collazo, directora de la escuela Eleanor Roosevelt en el distrito Hato Rey de San Juan.
Collazo dijo que intentará actuar con normalidad, pero es consciente de que podría no ser posible.
“La realidad es que enfrentamos una crisis como habíamos experimentado nunca”, dijo.
Jennifer Rodríguez, de 33 años y que tiene dos hijos de siete y un año, ha intentado mantener ocupado al mayor con juegos y libros de colorear. El niño ha jugado con sus amigos en el refugio en la escuela de Toa Baja, a la que acudieron cuando las aguas crecidas destrozaron el interior de su casa y todas sus pertenencias. Su hijo mayor está triste, dijo, pese al tiempo extra para juegos.
“Mi niño de siete años es bien inteligente. Él sabe que hay una crisis y me pregunta mucho cuándo se va a terminar ya la crisis, cuándo va a dormir en su casa”, dijo Rodríguez.
En el refugio de la escuela secundaria Padre Aníbal Reyes Belén, en Hatillo, Gloria Román hacía pasatiempos con sus hijos cuando no estaban jugando al fútbol. “No es fácil para nadie”, dijo sobre su vida allí.
Alanys Arroyo está en décimo grado. Su padre dice con orgullo que es una estudiante brillante. Quiere volver a clase, pero todos sus uniformes quedaron arruinados por el agua que inundó su apartamento en una planta baja en Arecibo y destruyó casi todas sus pertenencias. Fueron trasladados desde otro refugio y están lejos de sus amigos. Ella dijo que intenta mantenerse al día con sus estudios leyendo sobre la historia de Estados Unidos y Puerto Rico, pero le resulta difícil concentrarse.
Su hermano de nueve años, Nataniel, que es diabético, dijo que se siente raro vivir en una escuela pero sin ir a clase.
“No sabía que me gustaba mucho la escuela hasta que no pude ir”, dijo.
(Tomado de El nuevo día)
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