La democracias brasileña —casi inexistente— podría recibir este miércoles otra bofetada. Asestarla o no descansa en la decisión de apenas tres personas: el magistrado federal João Gebran Neto, juez relator de las sentencias de la Operación Lava Jato, y sus colegas Víctor Luiz dos Santos Laus y Leandro Paulsen.
Ellos conforman el Tribunal Federal de la 4ta. Región (TRF-4), la corte de segunda instancia que debe ratificar o no los nueve y medio años de prisión dictados por el juez Sergio Moro contra Luiz Inacio Lula da Silva, por hechos no probados en virtud de los cuales se le acusa de corrupción pasiva y lavado de dinero.
Claro, serán ellos quienes emitan el veredicto, pero detrás de la confirmación de la injusta pena o la absolución están los intereses de la oligarquía brasileña, y de la derecha de un continente donde hace rato se judicializa la política para quitar de en medio a la izquierda.
La votación —que muy probablemente a las horas de hacer estas líneas ya estuviera tomada— trasciende con creces al líder del PT, aunque la suerte de un hombre —de un líder popular como él— no sea poca cosa.
El dictamen podría empezar a cerrar el capítulo del golpe de Estado parlamentario contra Dilma Rousseff —todavía en pleno apogeo bajo el mandato de Michel Temer, quien llegó a Planalto mediante el rejuego del impeachment y, por tanto, no fue electo—; o mantener la noria de la asonada: si Lula es absuelto concurriría a los comicios presidenciales de octubre, para los cuales hace meses es amplio favorito, y se daría a los ciudadanos la posibilidad de elegir libremente. Si se le condena sería muy difícil que pudiera postularse —de hecho podría ir directo a la cárcel—, y la vapuleada sociedad brasileña estaría sufriendo otro golpe dentro del golpe.
Las maniobras políticas detrás de la actuación del juez Moro —considerado por muchos como persecutor de la izquierda— son visibles. Nada más parecido al deseo de enviar a alguien al matadero que las seis causas judiciales abiertas contra Lula, un exmandatario cuya herencia, salvada por Dilma hasta que se le decapitó, es destrozada por un Temer verdaderamente culpable de actos sucios que, sin embargo, sigue ahí. Ello refleja hasta qué punto el ejercicio de la justicia está maniatado en Brasil y politizado.
Contra Lula ni siquiera hay pruebas. En el caso que ahora se juzga se le señala por, supuestamente, recibir la coima de una empresa (OAS) que le habría pagado para que le favoreciera negocios, arreglándole un apartamento. Pero ni siquiera se ha podido probar que el inmueble estuviera a su nombre.
Juristas, intelectuales y políticos que se reunieron la antevíspera en distintos estados de Brasil blandieron argumentos que muestran no ya la falta de sustento de esta condena sino, en general, de la llamada Operación Lava Jato, la investigación comandada por Sergio Moro, supuestamente, para aclarar el escándalo de corrupción desatado en Petrobras, y en la que Lula dijo hace rato que no cree.
Ellos hablaron de excesos e irregularidades en los procesos abiertos, uso abusivo de delaciones premiadas, conducción coercitiva, y condena sin pruebas. En este caso, dijeron, no hay elementos técnicos para la condena.
Quizá por primera vez en Brasil un condenado despierte tanto apoyo: decenas de miles de personas se han manifestado hace días para darle su respaldo y, fuera del país, más de 60 000 personas encabezadas por figuras de la política y del arte como la argentina Cristina Fernández y Chico Buarque, suscribieron un documento donde denuncian que este es «un puro acto de persecución del líder político más popular del país».
Por eso, condenar a Lula sería también un castigo para los brasileños.
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(Con información de Juventud Rebelde)
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