La tropa española, sitiada en el cuartel principal de Bayamo (donde hoy existen casas de viviendas, en las calles José Joaquín Palma y General José Manuel Capote), envió un emisario a Carlos Manuel de Céspedes para negociar su evacuación de la ciudad. La respuesta del jefe insurrecto fue categórica: si no capitulaban en el plazo de una hora, se reanudarían las hostilidades. A los peninsulares no les quedó más remedio que aceptar el ultimátum. Era el 20 de octubre de 1868.
Para firmar el acta de rendición se escogió el centro de la Plaza de Isabel II (hoy Plaza de la Revolución de Bayamo). El general Luis Marcano, segundo jefe de las fuerzas cubanas, había pactado las bases con los peninsulares, de acuerdo con las instrucciones recibidas de Céspedes, quien fue el primero en llegar al lugar, junto con su Estado Mayor y precediendo a la tropa comandada por Marcano y Perucho Figueredo. El pueblo ya invadía las calles aledañas. Al avizorar al jefe español Udaeta y a su comitiva, quienes avanzaban por la calle Mercaderes (hoy general Maceo), se abrió en dos alas para darles paso.
En medio de un impactante silencio, Marcano leyó el acta de capitulación. Tras subscribirla Udaeta, un pelotón mambí condujo al militar ibérico y sus hombres al sitio designado como prisión provisional. Entonces, comenzaron a repicar las campanas y los bayameses dieron rienda suelta a la emoción contenida, con atronadores ¡Viva Cuba Libre! Una masa compacta, en la que se confundían soldados mambises y pueblo, recorrió las calles que delimitan la Plaza.
Delante marchaban Céspedes y Perucho. Entre ellos, de abanderada, Canducha, hija de este último, vestida con el uniforme de libertadora. Les seguían Marcano, Donato Mármol, Maceo Osorio, José Joaquín Palma y otros jefes revolucionarios. Detrás iba la multitud, tarareando la música del himno compuesto un año antes por Figueredo. Primero fueron peticiones aisladas, después, el grito unánime, que solicitaba la letra.
Cuentan que él sacó papel y lápiz del bolsillo, cruzó una pierna sobre su caballo y comenzó a escribir. El manuscrito pasó de mano en mano, hubo quien hizo apresuradamente copias, pronto se oyeron voces: Al combate, corred, bayameses, que la Patria os contempla orgullosa…
Rectificación histórica
Durante mucho tiempo se aceptó el 29 de julio de 1819 como fecha del nacimiento de Pedro Felipe Figueredo Cisneros. Así lo afirmaba el historiador y coronel mambí Fernando Figueredo en un célebre discurso académico sobre su amigo de infancia, pronunciado en 1924 y editado posteriormente en forma de folleto. En plena coincidencia con él, también lo aseveraba el acucioso investigador Gerardo Castellanos, en el Panorama Histórico. Ensayo de cronología cubana (1934).
Por otra parte, llamaba la atención que los descendientes de Perucho insistieran en que su nacimiento había sido el 18 de febrero de 1818, día que igualmente reconoce la Enciclopedia Militar Cubana, en su sitio web. Todos, en cambio, estaban de acuerdo en indicar a Bayamo como su ciudad natal.
Ante la contradicción de las fuentes, muchas dudas asaltaban a Ludín Fonseca, historiador de la ciudad de Bayamo: “Cuando nació Perucho las inscripciones de los libros parroquiales que llevaba la Iglesia Católica, en cuanto a nacimientos, matrimonios y defunciones, constituían un documento oficial, pero los correspondientes a Bayamo desaparecieron después de la quema gloriosa del 12 de enero de 1869, lo cual ha dificultado conocer datos genealógicos de los hombres y mujeres que nacieron antes de 1868 y que lucharon en las contiendas independentistas.
“Los expedientes depositados en la Real y Pontificia Universidad de la Habana contienen información importante. El entonces joven bayamés Pedro Figueredo matriculó en esta institución para obtener el título de Bachiller en Derecho Civil. En 1835 las autoridades docentes le solicitan un Expediente de limpieza de sangre y buena moralidad, un cuaderno de 26 folios que contiene la partida de bautismo, firmada por el Presbítero Sacristán Mayor de la parroquial de la villa de Bayamo, don Miguel Antonio García Ybarra, en la que consta que había sido bautizado el jueves 12 de marzo de 1818 cuando contaba con 22 días de nacido. Ese año no era bisiesto, por lo cual el mes de febrero solo tuvo 28 días. Por tanto, Pedro Felipe Figueredo Cisneros nació el miércoles 18 de febrero de 1818”.
Un joven bayamés
Según Fernando Figueredo, Pedro era de constitución delicada en su infancia, “pero sus frecuentes excursiones campestres, sus atrevidas correrías por la ciudad y sus contornos, acompañado de niños de su edad, contrarrestaron la pobreza de su organismo y, al fin, el adolescente endeble logró sobreponerse a su naturaleza, creciendo con la esperanza de que habría de ser, con el tiempo, sino un hombre robusto, uno fuerte y adaptado a todas las necesidades de la vida”.
Aprendió las primeras letras en su natal Bayamo y marchó a La Habana a cursar la segunda enseñanza en el colegio Carraguao, donde impartía docencia el insigne bayamés José Antonio Saco. Allí mostró inclinación por la literatura y descolló en el verso y la prosa. Al graduarse como Bachiller en Filosofía, se trasladó a España para estudiar Leyes en la Universidad de Barcelona.
Sin abandonar la carrera de Derecho, en la capital catalana asistió a conservatorios y llegó a dominar magistralmente el piano. Artículos y ensayos de su autoría aparecieron en varias publicaciones literarias y científicas. En 1842 se graduó de jurista. Retornó a Bayamo un año después y contrajo matrimonio con Isabel Vázquez y Moreno, con quien formó una familia de 12 hijos, ocho hembras entre ellos. Ante la corrupción y las arbitrariedades judiciales coloniales, decidió no ejercer y retirarse a una de sus propiedades, Santa María, cerca de su ciudad natal.
En los días posteriores a la invasión de Narciso López y el pronunciamiento de Joaquín de Agüero en Camagüey, la situación en Bayamo se tornó muy tensa. Carlos Manuel de Céspedes, Lucas del Castillo y José Fornaris fueron expulsados de la urbe por las autoridades coloniales y obligados a residir en otras ciudades del Oriente cubano. Se dictó prisión preventiva contra Bernardo Figueredo.
Perucho marchó con la familia a La Habana, donde se dedicó al periodismo. Fue copropietario del Correo de la Tarde, diario que desde su inicio, en enero de 1857, sufrió acosos y censura por parte de la España colonialista. En 1860 regresó a Bayamo tras la muerte de su padre, ante la necesidad de ponerse al frente de los bienes familiares.
El conspirador
Ya para esa fecha tenía poco más de 40 años y, según Fernando Figueredo, era alto, delgado, de cuerpo esbelto y elegantes formas, de andar precipitado, aunque airoso y agraciado. Hombre cultísimo, de carácter dulce y comunicativo, siempre le acompañaba una sonrisa. Miope, necesitaba de los lentes constantemente. Educó a sus hijos, sin distinción de sexo, en la literatura y la música. Sus amistades bayamesas solían disfrutar las veladas en su casa, donde padre y retoños resaltaban por su talento.
Cuentan que por aquellos días, en la plazoleta frente a la Iglesia Mayor, al ver que un niño español y un pequeñín bayamés se pegaban, un teniente coronel ibérico detuvo a este último y lo sancionó a 25 azotes. Francisco Maceo Osorio, quien por allí pasaba, increpó al militar: “Usted no debe proceder de esa manera con un niño”. Un grupo de cubanos, congregados en el lugar, apoyó sus palabras. “Cállese, porque todos irán a la cárcel”, contestó el uniformado.
“Usted puede hacer lo que le venga en ganas, pero antes deje en libertad a ese niño”, replicó Maceo Osorio. Ante aquella actitud, el teniente coronel titubeó. Luego, girando sobre sus talones, ordenó que soltaran al detenido. Al narrar Maceo Osorio el altercado a su amigo Perucho, ambos quedaron pensativos.
Tiempo después, al término de una sesión de la logia masónica, Figueredo cavilaba sobre ese incidente y otros más acecidos recientemente en la villa, mientras contemplaba a un grupo de jóvenes que ruidosamente dialogaban en un pasillo. Maceo Osorio, tras darle una palmada cariñosa en el hombro, le dijo: “¿En qué piensas?”. “Mira esa juventud vigorosa y en las condiciones en que los cubanos estamos sumidos”, se lamentó el aludido.
Los dos se miraron. Sin palabras se comprendieron. Ambos se confiaron a otro patriota, Francisco Vicente Aguilera, quien coincidió con ellos. “Hay que lanzarse a la Revolución”. En casa de Perucho deliberaron con otros bayameses ilustres. Y crearon entre todos, el 14 de agosto de 1867, el Comité Revolucionario de Bayamo. “Ahora te toca a ti, que eres músico, componer nuestra Marsellesa”, le solicitaron a Figueredo. Y con la ayuda del maestro Manuel Muñoz Cedeño, quien hizo la orquestación, nació la música de lo que luego se convertiría en nuestro Himno Nacional.
La pieza se escuchó por primera vez durante una procesión religiosa. A ningún aspirante a insurrecto se le escapó que con aquellas notas se llamaba a luchar por la independencia patria y pronto en Bayamo aprendieron a tararearla. Incluso cuentan que el gobernador español se percató de ello. “No me parece un himno religioso, sino una marcha militar”, comentó.
¡Al combate, corred, bayameses!
El Comité acordó que Perucho fuese a La Habana a entrevistarse con los independentistas de la capital, con el fin de hacer coordinaciones para la inminente guerra emancipadora. A pesar de las manifestaciones de adhesión a la idea y de admiración a su persona, los habaneros arguyeron demasiadas dificultades y exigieron muchas condiciones para secundar a Oriente en su pretensión revolucionaria.
Los camagüeyanos, en cambio, sí estaban dispuestos a levantarse y acordaron reunirse con los orientales en una especie de convención. El 4 de agosto de 1868 se congregaron en un apartado rancho levantado en San Agustín de Rompe, en la jurisdicción de Las Tunas, los delegados de Camagüey, Holguín, Las Tunas y Jiguaní; al Comité de Bayamo lo representaban Francisco Vicente Aguilera, Pedro Figueredo y Francisco Maceo Osorio, mientras que el de Manzanillo lo encabezaba Carlos Manuel de Céspedes. Este abogaba por el levantamiento inmediato. Solo los tuneros lo apoyaron. El consenso fue esperar hasta la terminación de la zafra. Perucho adoptó una posición intermedia. “Dentro de un mes”, propuso.
Volvieron a reunirse (1º de septiembre) en la finca Muñoz, también en territorio tunero, y de nuevo triunfó la tesis del aplazamiento. Pero la situación se deterioraba por día. En los bosques cercanos a Manzanillo ya deambulaban Juan Ruz, Ángel Maestre y un grupo de alzados. En Mijial, a escasas leguas de Holguín, Luis Figueredo, primo de Perucho, y unos 200 hombres desacataban la autoridad de España. El Comité Revolucionario de Bayamo había ordenado no pagar contribuciones. Un temerario cobrador de impuestos fue hasta Mijial. Luis pidió instrucciones a su pariente. “Fusílenlo y háganselo saber a Holguín”, orientó el autor del Himno. La orden fue cumplida.
Ciertas circunstancias obligaron a adelantar el levantamiento general y el 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes proclamó en el ingenio Demajagua el fin de la opresión y la esclavitud en Cuba.
En la manigua
El 11 de abril de 1869, la Asamblea de Guáimaro nombró a Perucho subsecretario de la guerra del primer gobierno de la República de Cuba en Armas, con el grado de mayor general. También se desempeñó como jefe de despacho del presidente Céspedes.
Según la historiografía tradicional, cuando la Cámara de Representantes destituyó al mayor general Manuel de Quesada como general en jefe, Perucho no estuvo de acuerdo con esa decisión y renunció el 18 de diciembre de 1869 a su cargo, aunque nunca Céspedes le aceptó la renuncia y sí le pidió encarecidamente que reasumiera ese puesto. El historiador granmense Aldo Naranjo manifiesta que de acuerdo con documentos localizados por él, nunca se hizo efectiva la renuncia y Figueredo siguió siendo subsecretario hasta el fin de su existencia.
Tras dos años de guerra, convaleciente de fiebre tifoidea, Perucho tuvo que refugiarse en Santa Rosa de Cabaniguao, en Las Tunas, donde fue a residir su familia, junto con otras de Bayamo, después del heroico incendio de aquella ciudad. En el pequeño rancherío carecían de lo esencial, su principal alimento eran las nueces de corojo. Si caía en sus manos una iguana o una jutía, la sazonaban con el polvo elaborado con palma de manaca, cuyas flores, aseguraba el botánico Juan Tomás Roig, les servían de postre, pues son dulces.
Una tropa española, el 12 de agosto de 1870, guiada por un traidor, asaltó de improviso el sitio y lo hizo prisionero. Estaba tan enfermo que apenas pudo defenderse. Trasladado en una goleta a Manzanillo, en compañía de otros dos mambises, los hermanos Rodrigo e Ignacio Tamayo, sufrió allí vejámenes. El cañonero Alerta, entonces al mando de Arsenio Martínez Campos, lo llevó a Santiago de Cuba. Un tribunal militar condenó a la pena máxima a los tres cubanos.
Hacia la inmortalidad
Montado en un asno, camino a la muerte, mientras repetía insistentemente el verso final de una de las estrofas de su himno, el mayor general Pedro Figueredo tal vez recordaba en su último amanecer, como apuntan algunos de sus biógrafos, los primeros días de la guerra, cuando amilanados por la derrota de Yara algunos acudieron a él con planes capitulacioncitas. Su respuesta ante tales propuestas fue tajante: “Al frente de los míos me uniré a Céspedes y con él he de marchar a la gloria o al cadalso”. Palabras proféticas cuando le conducían al viejo matadero de Santiago de Cuba.
Si sentía su muerte –había dicho a sus jueces– era “tan solo por no poder gozar con mis hermanos la gloriosa obra de redención que había imaginado y que se encuentra ya en sus comienzos”. Cuba está ya perdida para España, les expresó con profunda convicción, “el derramamiento de sangre que hacen ustedes es inútil y ya es hora de que reconozcan su error”.
Tan débil estaba que apenas podía mantenerse en pie, le era imposible por sí solo trasladarse al lugar de la ejecución. De ahí que el enemigo le buscara la más rústica cabalgadura. “No seré el primer redentor que monte en un asno”, replicó a sus verdugos. Y encima del borrico, iba con la misma dignidad que mostraba años antes cuando transitaba en su corcel por las calles de su natal Bayamo.
Y cuenta la tradición oral, un insistente rumor que ha trascendido hasta nosotros a través de los años, que ante el pelotón de fusilamiento, Perucho Figueredo tuvo aún fuerzas para gritarles a las bocas de los rifles enemigos: “Morir por la Patria es vivir”.
(Tomado de Revista Bohemia)
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