Desperté temprano en la mañana y tras un ligero desayuno salí de la casa a realizar mis gestiones cotidianas. Caminé algunas cuadras y me topé con varias personas que portaban pequeñas pero estridentes cajas portátiles que emitían diversos sonidos a muy alto volumen. Los diferenciaba la edad, el físico, el género musical (si es que algunos géneros se pueden llamar música) que lanzaban con sus altoparlantes portátiles de disímiles diseños. Los unía la misma supercantidad de decibeles que emitían al entorno, en forma de ruido. Seguro estoy de que ninguno de ellos había pedido permiso a nada ni a nadie, para imponer su gusto y criterio radiofónico.
Pensé que podría evadir la plaga de minibafles cuando subiera al ómnibus, al menos ahí solo hay una música: la que le guste al chofer… y no fue así. En la guagua que tomé para dirigirme al trabajo había tres bocinas con sus respectivos bocineros, emitiendo música (ruido) a todo volumen, como si aquello fuera un «party» (como llaman ahora a las fiestas) o una discoteca. La diferencia es que en las fiestas o centros nocturnos ponen una sola música…, en esta guagua cada bocinero ofrecía música diferente, desde un estrepitoso reguetón, hasta un no menos estrepitoso heavy metal, pasando por un hip hop de los años 80.
De repente tuve la sensación de que era un ataque extraterrestre, al estilo de La guerra de los mundos, aquel filme dirigido por Steven Spielberg, basado en la novela homónima de H.G. Wells. Las bocinas aparecían en todas partes como aquellas ruidosas naves de los marcianos destruyendo todo a su paso. También me vino a la mente la película Los pájaros, de Alfred Hitchcock, donde cientos de pájaros, con sus horrendos graznidos incluidos, atacaban a todos los vecinos de una ciudad.
Y nuevamente pensé: ¿será que se trata de un modo de exterminio masivo ideado por el enemigo?, o sea, que ya estamos siendo atacados y nadie me dijo nada. ¿Pudiera ser esta una forma superior de comunicación de la que no estoy enterado? Sí, porque lo que llamó más mi atención es cómo estos bocineros campeaban por su respeto sin que nadie les dijera nada, ni siquiera aquel agente del orden público, que más bien me pareció que se deleitaba con el tema del llamado «chocolate».
Llegó un momento en que hasta dudé de mi sistema nervioso: ¿Me volví loco y no lo sé? ¿Seré yo el que soy un extremista a causa de alguna anomalía neurológica o siquiátrica? De igual forma, y cualquiera que sean las condicionantes que propician este descontrol, espero que al igual que en la citada película de Spielberg, al menos los minúsculos microbios (ya que nadie toma carta al efecto) se encarguen de esta plaga ruidosa que acabará con el mundo en breve.
(Tomado de Juventud Rebelde)
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