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Réquiem para el ruido o la consagración de las bocinas portátiles

Por: Yoandry Ávila

Hay quienes se atreven a perjurar que el síndrome no es nada nuevo, sino un reciclaje de costumbres bullangueras reemergidas exponencialmente gracias a las bondades del desarrollo tecnológico.

Muchas personas alegan que es un rasgo generacional, pero no son los jóvenes quienes exclusivamente hacen uso de las bocinas portátiles en la capital cubana, a más de un «temba» he visto mover en circuito cerrado el cuello como Alexander el de Gente de Zona o vitorear la «lírica» del reguetonero Chocolate con su tema El Palón divino, el cual amenaza convertirse en franquicia musical.

En el tejemaneje de si es la juventud de ahora o no la culpable de la estentórea atmósfera de guaguas y lugares públicos habaneros se forman facciones. Los menos ortodoxos y de mejor memoria alegan que la «bulla» está en el ADN de la ciudad, y que los coloniales pregones y las grabadoras a todo volumen en los hombros de los «ambias» del barrio de aquellos años setenta y ochenta del pasado siglo XX, lo demuestran.

Seamos claros, La Habana es una ciudad estrepitosa, musical, imprimada de sonidos característicos: los cláxones de los almendrones; las olas que rompen contra el muro del Malecón; los gritos de Juanita cuando le pide café o azúcar a su vecina Mayeya. Mas debemos ser respetuosos con los oídos ajenos, y no violentar el derecho de nuestros conciudadanos de, al menos, poder decidir sobre los decibeles a su alrededor en los espacios comunes.

No se trata de satanizar cierto tipo de canciones o encumbrar otras. Tan molesto puede ser para Susana escuchar a todo nivel el Himno de la Alegría de Beethoven o la casi viral estrofa del reguetonero Harryson «Ya sé que te gustó, te gustó, te gustó. Lo vi en la cara cuando te la di, te la di, te la di. Lo hice rico y se enganchó, se enganchó, se enganchó», cuando luego de una intensa jornada de trabajo se acomoda como puede en la guagua y va pensando en si sus hijos sacaron el pan de la bodega o en si entró a la carnicería el pollo por pescado. Susana solo quiere llegar a su casa.

Tampoco al bebé de Paula le interesa el tipo de música, él solo pretende dormir, y berrea en señal de desacato auditivo ante la invasiva iniciativa de las y los disc jockeys por cuenta propia; y de Antonio que podríamos decir, Antonio es muy intolerante, no se limita a lanzar miradas atravesadas, ponerse unos audífonos como bloqueadores o resignarse y respirar, no, Antonio se planta delante del barullo de la bocina y reprende a sus dueños.

—¿No oyeron ustedes que eso hace daño tan alto? ¿No vieron el reportaje en la televisión acerca de esa musiquita? ¿No entendieron que denigra a las mujeres y es violenta? —preguntó Antonio enervado no hace ni dos días en la ruta del P2.

Y la muchacha con el altavoz solo reía. Su mamá que venía al lado le respondió a Antonio: —Qué quieres que te ponga viejo, el areíto. Eso fue porque a mí no me entrevistaron. Con todo lo que hay que hablar aquí y le tiran al reguetón. No, mira, porque  a mí no me entrevistaron, porque si no… Qué violento ni qué violento. Si no te cuadra, coge una máquina.

Estas escenas se repiten con creces a diario en la ciudad. En el más feliz de los casos terminan con una migraña, pues del otro lado de la balanza, muy común, en una acalorada discusión o riña.

Disposiciones legales de los ministerios de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, Salud Pública, Trabajo y Seguridad Social y del Interior existen para la regulación del ruido: ¿Se desconocen? ¿Se toman medidas contra las innumerables quejas llegadas a las oficinas de Atención a la Población de organismos y ministerios? ¿Es solo desidia social e insensibilidad de quienes utilizan estos aparatos? ¿Toman en serio las entidades reguladoras la viralidad de estas actitudes?

Lo cierto es que ni Susana, Antonio, Paula y su bebé deben sentirse violentados en un espacio común que es el de todos, y por ende, rige pautas, normas y conductas de comportamiento.

Ninguno de ellos debería afrontar una probable sordera, problemas cardíacos, de hipertensión arterial o trastornos nerviosos; tampoco, sentirse irritados y agresivos, sufrir de insomnio, trastornos digestivos, fallos de la visión y bajo rendimiento productivo, síntomas y signos que según estudios científicos padecerían de exponerse a sonidos de más 80 decibeles, la capacidad auditiva del ser humano.

¿Caen las inconformidades en oídos sordos? ¿Ya en Cuba nadie escucha o escuchan demasiado? ¿Todo será culpa nuevamente del Período Especial, y si lo es, hasta cuándo estará lastrando cada una de las esferas de la vida cotidiana de cubanos y cubanas?, interrogantes surgidas de criterios y comentarios de la población, quienes en su mayoría achacan a la juventud como depositaría del irrespeto, así como de la pérdida de valores que tuvieron como génesis catártica la profunda crisis económica de la Mayor de las Antillas en la década del 90.

En el particular escenario de la contribución de las bocinas portátiles al ruido, es cierto que los jóvenes usan los susodichos artefactos con mayor asiduidad que otros grupos etarios, pero el monopolio de la música a todo nivel no les es exclusivo. Igualmente, siendo justos, establecimientos recreativos y culturales se suman a acrecentar la contaminación acústica en el país. Incluso, en algunas rutas de ómnibus son los chóferes quienes ofrecen el acompañamiento sonoro a los pasajeros durante el viaje.

Asimismo, para algunos ostentar un altavoz inalámbrico puede ser síntoma de poder adquisitivo, de estar a la moda, en «talla», en la última; otros, lo sienten como un modo de expresarse, de ser fieles a una condición histórica de irreverencia.

Vivimos en una nación que en sus cimientos fundacionales tiene la impronta de la sonoridad musical de diversos géneros; somos espontáneos por naturaleza, ruidosos, cultores de la locuacidad y la charlatanería. Honremos la tradición bullanguera nacional pero seamos solidarios y respetuosos de los derechos del otro, garantes del buen comportamiento cívico y la preservación del equilibrio en los espacios de uso común. Que las bocinas y el exceso de brío acústico, parafraseando a Virgilio Piñera, no se conviertan en una perenne maldita circunstancia por todas partes.

(Tomado de Alma Máter)

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Etiquetas: JóvenesLa HabanaMúsicaruido

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