Cada mañana, bien temprano, llego a mi centro de trabajo. Es una institución patrimonial consagrada a la preservación y estudio de la obra de Alejo Carpentier, el narrador cubano de más alta jerarquía internacional, uno de los impulsores de la renovación literaria de Nuestra América. A la que fue su casa, sede actual de la Fundación que lleva su nombre, acuden especialistas procedentes de distintos lugares del mundo con el propósito de consultar la documentación que allí preservamos, constituida por textos inéditos y por una extensa papelería reveladora de claves esenciales de su proceso de creación, todo ello organizado por nuestros investigadores, capacitados para ofrecer asesoría pertinente a los visitantes. La complejidad de la tarea exige suma concentración, favorecida por el indispensable silencio.
Sin embargo, la invasión del atronador espacio público nos agrede. La bodega colindante suministra bebidas alcohólicas y el escándalo de los adictos es cotidiano. Hay también en los alrededores un aficionado al canto lírico. Cabe añadir a todo ello lo usual en el extenso ámbito de la ciudad: el estruendo de la música, acrecentado por el empleo de las bocinas fijas y portátiles, en incontrolada violación de lo establecido por las normativas que regulan la protección del medio ambiente, según lo legislado por nuestra Asamblea Nacional. En este caso, una vez más, siguiendo la tradición heredada desde los tiempos de España, la ley se acata, pero no se cumple.
Por razones de clima y de costumbres arraigadas a través del tiempo, en países como el nuestro las fronteras entre el espacio público y el privado son en extremo porosas. Vivimos, por necesidad, con ventanas y puertas abiertas. Recuerdo el viejo barrio de mi infancia y mi primera juventud. Los vecinos conversaban de balcón a balcón y yo podía escuchar la voz de Joseíto Fernández y la melodía que anunciaba la transmisión de La Novela del Aire. A media mañana, nunca en horas de la madrugada, comenzaba la secuencia de los pregoneros, muestra de un folklore melódico elogiado por Carpentier y recogido por María Teresa Linares. Era el llamado a la caserita, junto a los tamales que pican y no pican, los mangos mangüé, el caramillo del amolador de tijeras, más afinado entonces que el ahora renacido. Allí estuvo la fuente nutricia del inmortal Manisero. Aquel paisaje sonoro, sujeto a la medida de la voz humana, no resultaba atronador, como ocurre en la actualidad con los músicos que acosan a los turistas en el entorno de La Habana Vieja.
El estruendo generalizado interfiere las relaciones interpersonales. Un encadenamiento incontenible nos induce a hablar a gritos. Desaparece el arte de la conversación, el diálogo persuasivo y el entendimiento mutuo. Estamos amenazados todos por sordera prematura. La irritabilidad crece y se convierte en factor que promueve la agresividad y puede llegar, en situaciones extremas, a generar conductas violentas. Las consecuencias del ruido que atraviesa las necesarias fronteras entre los espacios públicos y los privados se manifiestan en daños a nuestra salud física y mental. Favorecen un clima propicio a la indisciplina social. Contravienen las esencias de principios de convivencia y solidaridad que siempre hemos animado como razón de ser de nuestro proyecto en construcción.
Por su compleja y delicadísima naturaleza, la preservación del tejido social se sostiene mediante el apretado entrecruzamiento de numerosos hilos. Semejantes a los que produce la araña, habrán de resultar flexibles y resistentes como acero bien templado. De obligatorio cumplimiento, la ley rige para todos. Incluye a las dependencias gubernamentales, a las que corresponde, además, constituirse en ejemplo del cabal cumplimiento de las normas establecidas. Y, sin embargo, el estruendo que nos abruma procede con frecuencia de parques, ferias, medios de transporte y de oficinas sujetas a regulaciones estatales.
El necesario respeto al otro es un concepto válido que se expresa con frecuente reiteración en publicaciones académicas y permea, en términos abstractos, numerosos debates. Llevado al ejercicio de la práctica concreta, se manifiesta en la formulación de normas que deben presidir el comportamiento humano, y se encuentra en el sustrato de todo cuerpo jurídico cuando su violación atenta contra la integridad de las personas.
En el plano del vivir cotidiano, el respeto al otro es fundamento constructivo de la formación desde las primeras edades. Asumido conscientemente, convertido en segunda naturaleza, se edifica en la relación mutua entre padres e hijos, entre maestros y alumnos. Se extiende a la relación entre vecinos, a la actitud asumida en la prestación de servicios, a la mano que se tiende al desvalido, al cuidado de las áreas de uso colectivo, al cumplimiento de los compromisos contraídos. Respetemos todos los descansos del insomne y del trabajador nocturno, el recogimiento del enfermo que padece dolor, el sueño reparador de la criatura recién nacida.
Los amaneceres no siempre son apacibles. La necesidad de trasladarnos nos somete a las dificultades de la transportación. Tenemos que afrontar problemas de toda índole, tropezar con los obstáculos que se interponen ante cada trámite. Son realidades objetivas. Limar asperezas y nutrir nuestra subjetividad en manantial de aguas transparentes contribuirá a un mayor grado de bienestar para todos.
(Tomado de Juventud Rebelde)
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