En una de nuestras visitas a la escuela de los namibios en la Isla de la Juventud, en los años 80 del siglo pasado, presenciamos la filmación de la masacre de Cassinga, escenificada para un documental del ICAIC por estudiantes de ese país.
La función de Asistente de Dirección y Asesoría para el nuevo filme de testimonio –con la reproducción actuada de la masacre por los propios alumnos–, la asumía espontáneamente la estudiante becada de la entonces Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana, Miriam Nghitotovali, una antigua alumna del improvisado centro escolar de Chibía.
Lo primero que nos dijo Miriam Nghitotovali es que no olvidará jamás los nombres de sus maestros cubanos en Angola, mencionándolos: Raúl, Fortún, Mario, Lidia y Orestes «El Primo».
Ellos, junto a la Swapo, adoptaron a todos los niños namibios tan pronto llegamos a los campamentos de refugiados al sur de Angola, con los pies sangrando después de haber caminado muchos días por la mata (la selva), huyendo del régimen del Apartheid y sus masacres.
El día de la masacre de Cassinga está en el recuerdo de aquellos que visitamos. Cada uno tenía una historia, pero había un común denominador en todas.
En resumen, en voz de uno u otro estudiante namibio es esta que les compartimos o parecida, y en casi todas aparece «El Primo».
Cuando visitamos la Escuela Henridrick Witbooi, en la Isla de Juventud, las narraciones se multiplicaron, convirtiéndose en un dramático guion, un guion real. Los niños se adentraron por la selva huyendo de la masacre… los testimonios duelen:
–Nos arrastramos por el suelo pedregoso y mi ropa, poca ropa, se enganchaba en los arbustos más pequeños y de otras plantas y bejucos del montecillo cuentan unos y otros.
Ya el fuego había incendiado la cabaña donde se albergaban y veían sobrevolar el campamento a cuatro aviones de guerra sudafricanos. Los niños, porque eran niños, corrían hacia una zanja más al fondo con mucho miedo.
Este es solo un fragmento de la odisea.
Así o muy parecidos son los relatos de los que lograron salvarse y llegaron a Cuba después del infierno de Cassinga, al sur de Angola, distante 250 kilómetros de la frontera con Namibia.
El ataque de las tropas sudafricanas a aquel campamento causó más de 600 muertos y centenares de heridos por efecto del bombardeo de la aviación, el ametrallamiento desde helicópteros, los gases, la artillería, los blindados y la acción directa de los paracaidistas sobre la población inerme.
No pocos de los namibios de la Isla de le Juventud quedaron adormecidos por el efecto de los gases. Al atardecer unos soldados retiraron cadáveres que estaban alrededor de algunos de ellos. La primera reacción fue huir hacia lo más profundo del bosque, pues entre esos hombres armados había blancos y creían que eran sudafricanos que corrían tras ellos para rematarlos. Más no fue así.
En ese grupo que los «perseguía» había soldados de las Fapla y estos les informaron en su lengua que se trataba de cubanos que habían llegado a socorrerlos. Inmediatamente fueron trasladados hacia lugares seguros, de ahí a una escuela y de la escuela aquella, por mar, a las de la Isla de la Juventud, aunque pasaría un tiempo que no sabían medir exactamente antes de subir al barco.
Cuando se produjo la masacre de Cassinga, tan insuficientemente divulgada en el mundo por la prensa occidental, ya funcionaba una escuelita cubana en Chibía para niños namibios refugiados en Angola, y fue allí donde permanecieron antes de navegar hacia lo que Miriam califica de «Paraíso».
El primer maestro cubano que tuvieron los namibios en Chibía, que describen como «un pueblito de pocas cuadras con una estación de trenes desactivada, en la cual estaba la escuela», fue Raúl Mestre Pedroso.
El maestro llegó a Chibía en los primeros meses de 1978. Le impactó ver en el piso de granito de la vieja estación ferroviaria la silueta indeleble de una figura humana, era la huella a tamaño natural del cuerpo de un revolucionario angolano que había sido quemado por los colonialistas portugueses en ese mismo lugar.
Precedieron a Mestre en ese sitio, otros colaboradores cubanos, entre ellos un combatiente llegado a Angola en febrero de 1976, era Orestes Valdivia «El Primo», quien de soldado se convirtió muy pronto en un padre para los niños namibios refugiados en Angola, y su esposa, la maestra Lidia Lastra –que lo acompañó en esa misión internacionalista desde agosto de 1978–, era una madre para todos los niños de Cassinga.
Orestes Valdivia no sabe exactamente cómo ni por qué, ni cuándo los muchachos comenzaron a llamarlo «El Primo», como lo conocen todos los estudiantes namibios que vinieron a Cuba entre 1978 y 1980, año en que Orestes Valdivia, un antiguo carrero de cerveza y refrescos en Santa Clara, concluyó su misión internacionalista.
Fueron él, junto a un grupo de albañiles angolanos y cubanos, médicos, enfermeras y funcionarios de la Embajada, quienes acondicionaron, en jornadas de trabajo voluntario, aquella primera escuela de Chibía, y construyeron albergues, refugios, cocina y todos los servicios y locales necesarios para que vivieran y estudiaran más de 200 niños y adolescentes que sobrevivieron a la masacre.
Tanto en Chibía como en Ndalatando, igual que lo era en ese momento en la Isla de la Juventud, los estudiantes namibios y los demás becados extranjeros mantenían la autoridad política de sus países y partidos. Martín era el maestro instructor de lo namibios en aquella oportunidad y profesor de historia, en la Isla.
Además de su presencia permanente en la escuela del sur de Angola, los niños recibían frecuentemente la visita de destacados dirigentes de la Swapo (por las siglas en inglés de Organización, de los Pueblos de África Sudoccidental), entre ellas la de San Nujoma, presidente de la organización, y la de Peter Manyemba, secretario de Defensa.
Esta costumbre no se perdería nunca. De una larga conversación con Miriam interpreto una dramática realidad: ellos eran tan hijos de la Swapo como de los padres, aunque no sabían en aquel momento si estos estaban vivos o confinados por el régimen del Apartheid en algún bantustán (lugares donde los racistas reunían a la población no blanca de Sudáfrica).
Sobre la adopción temporal de Cuba, Ángel Dalmau, directamente vinculado a los jóvenes por su trabajo en la Misión Civil Cubana de Angola desde aquel comienzo de acogida de los niños en la escuela de Chibía, piensa que en esta experiencia se ha fundido la más bella y concreta relación de solidaridad humana entre el pueblo cubano y el namibio, a partir de un tercer país: Angola y con la vigilancia directa, aunque a distancia, de Fidel.
Los maestros cubanos que contribuyeron a fundir esta nueva familia en las escuelas de allá y en las de la Isla, serán siempre el principio de esta interminable historia de amor al prójimo.
(Tomado de Granma)
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