Por: Enrique Núñez Rodríguez
No tengo una idea precisa de cuándo tuve, por primera vez, conciencia cierta de la existencia de mi madre. Es raro pero tengo la impresión de que un día, años atrás, mientras corría mataperreando por mi vieja casa de madera me la encontré en la sala, sentada en un cómodo sillón de majagua, enfundada en un blanco vestido de hilo y leyendo el periódico. Escuché por primera vez su voz:
—No sigas corriendo que vas a tumbar el búcaro.
Empecé a darme cuenta de que aquella señora era mi madre. O tal vez la conocí, realmente, el día en que muy asustada y llorosa me leía la oración de San Luis Beltrán para cortarme la fiebre. La pobre había olvidado que la oración no había dado resultado alguno con mi hermana Bertica, que murió de acidosis a la edad de dos años. Conmigo, sin embargo, parece que la oración surtió efecto, pese a mis reservas en cuanto a su eficacia.
¿Fue ese día cuando por primera vez sentí que aquella señora era mi madre? No sé. Se me pierde en el tiempo, entre recuerdos de papalotes, mariposas y lagartos. Y es que uno, pienso yo, no tiene madre, en el hondo sentido de la palabra, mientras no es consciente de ello.
Supongo que debe haber sido muy dulce para la criatura que fui, en mis primeros meses de vida, dormirme en su seno, arrullado por las canciones que escuché cuando se las cantaba a mis hermanos menores:
Era una vocecita tímida, emocionante. Pero aquella no era mi madre. Era ya la madre de mis hermanos menores:
—Muchacho, no hagas bulla, que no me dejas dormir a tu hermanito.
No creo, sin embargo, que haya sido, nunca, más madre, para mí al menos, que aquel día que recibió, ella misma, como telegrafista, el mensaje en que me comunicaban que había aprobado la Química, y salió corriendo por todo el pueblo, agitando el telegrama para caer en mis brazos, diciéndome:
—Ya eres bachiller, mi hijo.
Ella sabía cuánto trabajo me había costado aquella maldita asignatura, la última que me faltaba para graduarme.
Es un detalle poco valioso, es cierto, para caracterizar un amor que han cantado todos los poetas y han eternizado los narradores contando hechos gloriosos, en ocasiones heroicos. Pero ¿qué puedo hacer, si este es el que me emociona a mí? Confieso que mi mamá no fue, ni con mucho una Cornelia Graco, y en los momentos de conmoción nacional nos escondía a todos debajo de la cama al sonar el primer disparo. No sería una madre histórica, pero era la mía.
Pienso, sin embargo, que había cosas grandes en su pequeñez cotidiana. Siempre lo creí. Y no se lo pregunté, en vida de ella, por pena. Pero no puedo creer, por mucho que lo juraba, que a ella le gustara más el ala del pollo, que la pechuga, o el encuentro. Y como éramos siete contra un solo pollo en la mesa familiar, ella siempre terminaba comiéndose el alita. Yo sigo creyendo que nos mentía por alguna razón.
No me dio tiempo a preguntárselo. De buenas a primera fue envejeciendo, junto a mi padre. Me di cuenta de que me necesitaban. Y, entonces, me convertí un poco en el padre de ellos dos. Pienso que a mamá le gustaba. Al viejo, no. Cuando alguien le preguntaba qué iba a hacer el domingo, respondía enfadado:
—No sé, pregúntaselo a Enrique, que es el que me maneja.
Mamá, no. Tengo la idea de que no le quedaban fuerzas ni para luchar. Parir seis hijos no es cosa de juego. Y criarlos. Por eso se dejaba guiar sin molestarse.
Uno empieza sacando a sus hijos la mañana de los domingos. Cuando los hijos toman su rumbo, es hora de ir pensando en sacar a pasear a los viejos. Y así, hasta que lo saquen a pasear a uno, si es que lo sacan.
¡Y qué fanática, mamá, de mis cosas! Yo era mejor escritor que Carballido Rey. Y que Luberta. ¡Que los dos juntos! Un día me dijo:
—No le hagas caso a Soledad Cruz. ¿No ves que está enamorada de ti?
Estoy seguro de que, si estuviera viva, un día iba a recibir su llamada. Me parece estarla oyendo:
—¿Y quién es el tal García Márquez ese, que quiere hacerse famoso publicando en tu página?
Ha sido, indudablemente, la más acertada crítica de mi obra. No sería muy técnica, pero hay que reconocerle su imparcialidad.
Un día me di cuenta de que se nos iba. Así, con la misma sencillez con que había vivido. Me acostumbré a la idea mucho antes de que sucediera. La vi desgastarse. Apagarse. Había cumplido una edad que estaba por encima del promedio de vida en Cuba. Estaba tan preparado que ni la lloré. Ni la he llorado hoy. Creo que es lo razonable en un hombre de esta época. Solo que, aunque han pasado unos cuantos años, algunas mañanas como la de hoy, sin poder explicarme por qué, me levanto con unos deseos enormes de llamarla por teléfono para preguntarle:
—¿Cómo estás, vieja?
(Tomado de Juventud Rebelde)
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