Hace varios años escribí un trabajo para el periódico Granma, en el que, como centro fundamental de interés, lanzaba la interrogante acerca de si el trabajo en Cuba constituía una opción (que tomas o dejas, a conveniencia), o una necesidad.
En ese momento, años 90 del pasado siglo, era recurrente y tendía a convertirse en “lo más normal del mundo”, la presencia de fornidos ciudadanos, con edad, salud y otras envidiables condiciones para trabajar, sentados a toda hora en parques, plazas y otras áreas públicas, vendiendo o revendiendo todo lo que encontraban por delante (o, más bien, por la izquierda), sobre todo dólares y artículos, clara y obviamente, desviados de su curso legal, muchas veces sustraídos de almacenes, sin aportar, esos sujetos, ni un centavo al mismo país del cual disfrutaban los más plenos derechos humanos, en todos los sentidos.
“Este es el único lugar del planeta donde un ciudadano puede nacer, crecer, envejecer y morir sin haber trabajado, jamás”, comentamos, más de una vez, el colega Julio César Pérez Viera y yo, a propósito del asunto y sin ánimo de exagerar.
Lejos de mejorar, el panorama parece que empeora. Y eso molesta, hiere y hasta desanima a quienes, día por día; llueva, truene o relampaguee, enrumban hacia la fábrica, escuela, unidad militar, taller, laboratorio o punto donde por cuenta propia ¡trabajan!
Si de equidad, de igualdad y de justicia se trata, entonces ese cabo no puede quedar suelto porque, aunque algunos no lo crean, origina inestabilidad real y peligrosa.
Por eso a muchísima gente, y me incluyo, nos choca que se haya extendido a 60 y 65 años (para hombres y mujeres, de forma respectiva) la edad de jubilación, cuando en realidad sigue habiendo un segmento no despreciable de población, en edad laboral, que no trabaja, por las razones que sean.
El hecho de que usted reciba, desde el exterior, una remesa cada mes, no lo exime del aporte que puede y debe realizar, en correspondencia, y, sobre todo, por gratitud, a lo que del Estado y de la sociedad percibe.
No por casualidad esa preocupación está emergiendo con regularidad en la actual consulta popular acerca del Proyecto de Constitución de la República de Cuba.
Y es totalmente lógico. Tal y como queda claro desde el inicio mismo del documento, Artículo 1, párrafo 30, somos una “república unitaria e indivisible, fundada (y yo añadiría: para todos los tiempos) en el trabajo, la dignidad y la ética de sus ciudadanos”.
Con nostalgia, recordamos décadas como las de 1970-1980, cuando, no exentos de carencias y necesidades materiales, se trabajaba, y duro. Además de deber social, el trabajo devenía obligación moral. Vivir del sudor ajeno era tan discordante o inaceptable, en el entorno familiar y social, como robar.
No somos un país rico en recursos naturales, en yacimientos de petróleo, ni con el desarrollo industrial y económico que quisiéramos. A la funesta herencia que nos dejó el neocolonialismo se ha sumado el bloqueo más fiero y prolongado que posiblemente pueda citar la humanidad. Muchas personas, con toda razón, citan también el otro bloqueo, el que nos imponemos los propios cubanos, con nuestras insuficiencias y errores. Si, además, evadimos el trabajo, ¿dónde vamos a parar?
¿Qué esperamos, entonces, para poner a trabajar, o a contribuir, mediante las distintas alternativas (estatal, privada, uso del fisco…) a todo el que puede y debe hacerlo?
(Tomado de Invasor)
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