Los otros desembarcos de Fidel
Su historia está repleta de regeneraciones y coincidencias. Es como si el ala del tiempo le hubiese echado aires cíclicamente a su ruta.
Un 25 de noviembre, desde México, se hizo a la mar al frente de aquella arriesgada expedición en «una cáscara de nuez» y en esa misma fecha, 60 años después, partió a la sobrevida, mientras un oleaje de pueblo se estremecía por él y con él.
El reloj infatigable de Fidel tuvo el don de la magia repetida. Pensemos, por ejemplo, en el abrazo con Raúl, el 18 de diciembre de 1956, en Cinco Palmas, en plena Sierra Maestra. Ese apretón cariñoso volvería a producirse justamente dos años después en La Rinconada, punto llano del actual municipio granmense de Jiguaní.
Claro, en la primera ocasión hubo pocos testigos, pues apenas se juntaron, por azar, ocho expedicionarios del yate Granma luego del triste revés de Alegría de Pío (5 de diciembre de 1956) y de la forzosa dispersión en la que estuvieron a un pelo de la muerte. En esas circunstancias el líder tuvo la osadía de exclamar, como un Quijote en medio de aquel monte: «¡Ahora sí ganamos la guerra!».
En la segunda, los hermanos convinieron la entrevista para trazar las tácticas en pos del triunfo revolucionario. «Volvemos a La Rinconada, a una reunión para ultimar planes para la ofensiva final ante el tambaleo del régimen (…) Vemos a Raúl después de su largo abrazo con Fidel, tras nueve meses de su salida de la Pata de la Mesa. En su zona ha dejado un frente consolidado y realiza una ofensiva arrolladora. Viene acompañado de Vilma y Piñeiro», escribiría sobre esos momentos Juan Almeida Bosque en su libro La Sierra Maestra y más allá.
Como si fuera poco, hubo un tercer rencuentro el 18 de diciembre y aconteció en el mismísimo Cinco Palmas, en 1986. Entonces, después de una hermosa gala cultural, Raúl tomó el brazo izquierdo del Comandante y, levantándolo, exclamó ante centenares de presentes: «¡Viva Fidel!», grito que se escucha aún hasta en las raíces de los árboles.
Dos autodefensas
Célebre, imprescindible en la existencia del héroe de la Sierra Maestra es su autodefensa luego del asalto a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.
Resulta imposible plasmar en estas páginas toda la brillantez que encierra ese alegato (octubre de 1953), conocido como La historia me absolverá, con el cual él pasó de acusado a acusador y trazó un programa político coherente y de esperanzas para Cuba.
Pero sí parece oportuno señalar que esa manera de convertirse en fiscal de los que pretendían ser sus inquisidores no fue la primera. Tres años antes, en Santa Clara, el 14 de diciembre de 1950, Fidel se «autodefendió» ante un tribunal que pretendía juzgarlo por «disturbios» provocados por jóvenes alumnos en la ciudad de Cienfuegos.
«Había un capitán ahí por Cienfuegos que era una fiera contra los estudiantes. Me metieron preso y me hicieron un juicio. Vine a defenderme yo mismo. Suerte que no quedé preso», contó el guía de la Revolución en diciembre de 1977 al periodista Aldo Isidrón del Valle, quien fuera un acucioso investigador de la Causa 543, de la que, por cierto, Fidel salió absuelto.
«Pronunció una alocución violenta, apasionada denuncia contra la política corrupta del régimen de Prío (Carlos Prío Socarrás), la falta de garantías constitucionales, la malversación de nuestras riquezas, el asalto a los sindicatos por pandilleros y otros males que sufría Cuba (…). Jamás en la Audiencia de Las Villas se había hablado en esos términos», contó el Doctor Benito Besada, quien fungió como abogado de uno de los acusados, según publicó Narciso Fernández en el periódico villaclareño Vanguardia.
Otros abrazos
Por esas hermosas coincidencias, el Comandante abrazó por primera vez a Hugo Chávez Frías en diciembre de 1994. Sucedió el 13 de ese mes en el aeropuerto internacional José Martí, en la capital cubana.
Al bajar de la escalerilla del avión aquel martes feliz, el futuro presidente venezolano quedó sorprendido con el hombre que lo esperaba. Era Fidel.
«No recuerdo qué le dije a la prensa. Estaba tan emocionado, tan sorprendido, tan admirado, que se borraron de mi mente las palabras que pronuncié aquella noche. Cuando bajé los escalones del avión, no sabía qué iba a decir, y no sé qué dije. Sí recuerdo que le dije que esperaba poderlo recibir pronto en Venezuela. Recuerdo su abrazo y sobre todo su mirada. Nunca voy a olvidar esa mirada que me traspasaba y que veía más allá de mí mismo», dijo Hugo a los periodistas Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez, autores del libro El Encuentro.
Desde ese instante nacería una amistad indestructible, que muchos en Venezuela, Cuba y el resto del mundo admiran todavía. Un lazo sin ficciones, con bromas, sentimientos, complicidades sanas, conversaciones largas, estrategias para unir a América Latina.
Diez años después de la primera charla, el 14 de diciembre de 2004, en la capital cubana Fidel y Chávez, como presidentes de ambos países, firmarían el acuerdo para la aplicación de la entonces Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).
Una cena sorpresa
La primera cena de Nochebuena tras el triunfo revolucionario constituyó otro de los sucesos emotivos en la trayectoria del Ardiente Profeta de la Aurora, como lo llamaría el Che en hermoso poema.
Ese 24 de diciembre sorprendió a los habitantes de Soplillar, cuando se apareció en ese paraje de la Ciénaga de Zapata a comer con los carboneros.
«La noticia provocó tremendo alboroto y poco a poco se llenó el bohío. Una vez lista la cena en dos largas mesas de madera Celia Sánchez logró que mi esposo y yo nos sentáramos, y fue ella quien sirvió a todos», narró una de los testigos, Pilar Montano, al periodista matancero Ventura de Jesús.
Pero no solo hubo cena con los hacedores de carbón, pues él iluminó a todos con su optimismo cuando habló de los planes para los pobladores de la Ciénaga de Zapata, acostumbrados a vivir en ranchos fáciles de batir por un soplido.
En todas partes
Ahora, revisando la inmensa cronología del estadista y del soldado, pasma saber que casi 16 años después de esa hermosa cena, el 22 de diciembre de 1975, Fidel clausuraba las sesiones del 1er. Congreso del Partido, con sendos discursos pronunciados en el teatro Carlos Marx y la Plaza de la Revolución, en La Habana.
Es que sus días parecían durar más de 24 horas y por eso él estaba y está en todas partes: una sublevación contra la ignominia, un aguacero de ideas, un río de voces vitoreándolo, la apertura de un instituto de sueños, un congreso para unirnos, el crucigrama de una nación entera.
Desembarcó junto a sus compañeros el 2 de diciembre de 1956 en el oriente del país, en una región que luego se llamaría como el yate blanco de la expedición. Seis décadas más tarde, camino a su idolatrada Santiago, tocaría esa misma provincia, Granma, envuelto en una bandera cubana, en un armón con sus fuegos gloriosos y rodeado de un coro gigantesco que todavía resuena a ambos lados de las carreteras: ¡Yo soy Fidel!
(Con infrmación de Juventud Rebelde)
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