Ahí viene Fidel
Fue la madrugada más larga que ha vivido un país. Los cubanos lloraron hasta por dentro. Aquella vez no fue el peligro de un atentado, era el tiempo dando pelea, y antes de la medianoche del 25 de noviembre de 2016, el General presidente, su hermano en la vida y la lucha, anunció que Fidel había muerto.
Después de tantos empeños en los últimos diez años, como un rumoreo de gotas, su cuerpo, poco a poco, se nos fue. Hubo quien ni escuchando a Raúl podía creerlo. Hubo quien salió a la calle pues el techo parecía caérsele encima. Las casas en los barrios prendieron las luces. La Isla no durmió más. A Cuba, dolida como estaba, no le quedó más que silencio, llanto y dolor.
Por él, hubo un mar de cintas y rosas a la entrada del Memorial José Martí, en la capital, donde, desde la mañana del lunes 28 se dispusieron salas con su imagen, como en cada poblado de la Isla, para que el pueblo fuera a rendirle tributo.
Más de cinco horas podía durar la espera en las filas inmensas, pero siguieron allí los cubanos que estaban en La Habana, y ninguno quiso que Fidel se fuera sin decirle adiós, pues sabían que marcharía a Oriente para dormir la eternidad en Santiago.
La noche antes del viaje, el 29 de noviembre, la plaza se llenó de jóvenes, de pueblo. Varios carros llegaron al parqueo del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), se les dio orden de caravana y comprobaron las comunicaciones entre ellos.
Días antes se habían seleccionado vehículos, soldados y oficiales de diferentes unidades militares para un viaje largo. Todos estarían al mando del coronel Ernest Feijóo Eiro, segundo jefe de Operaciones de las FAR.
Fidel, desde imágenes históricas, fue visto por todos en los últimos minutos de la concentración, y hubo lágrimas y vacío, y la canción Su nombre es pueblo, cantada por Sara González, se escuchó como un himno de fuerza… Mientras, un cofre de cedro, aún sin terminar de secar la pintura, llegaba en las manos de sus fabricantes hasta el Minfar, donde a un armón verde olivo le ajustaban cierres y seguros.
Cerca de las cinco de la madrugada del día 30, en la Sala Granma, a la vista de algunos jefes y después de las manos familiares, los guantes blancos de un hombre con dos estrellas en el uniforme fueron los primeros en tocar la urna cineraria. Él mismo fue quien le colocó al cofre un nombre con letras doradas: Fidel Castro Ruz.
Dos sargentos de primera sostuvieron el cofre mientras él, como quien toma lo más preciado, guardó dentro la urna y lo devolvió al pedestal para luego ponerle encima una bandera cubana. Ante esa imagen, quienes estaban en la Sala se despidieron de Fidel.
Faltaban menos de dos horas para el inicio del viaje.
SE ABRAZARON Y YA NO LOS VI MÁS
Cerca de las 7:10 de la mañana de aquel día 30, la firmeza de dos hombros en idéntico ritmo de marcha trasladaron el cofre desde el pedestal en la sala Granma hasta el armón verde olivo con el escudo nacional, donde lo acomodaron entre rosas blancas, crisantemos, lirios y hojas de helechos.
Eran los pasos del oficial con el par de estrellas, el teniente coronel José Luis Peraza López y del joven sargento de 25 años, Alexei Hernández Leal. Llevaban en el brazo izquierdo un brazalete negro en señal de duelo. Con finas correas oscuras sujetaron el cofre y le colocaron encima una cúpula de cristal. Pronto comenzaría el recorrido de más de mil kilómetros por la Carretera Central de la Isla hasta Santiago de Cuba.
El dolor más íntimo rozaba el aire, y la otra familia grande aguardaba afuera. Exactamente a las 7:16 un ruido de motores rasgó el mutismo y con triste movimiento los vehículos de ceremonia empezaron a moverse.
Ahí iba el corazón de Cuba, envuelto en cedro y protegido en cristal.
«¡Ahí viene Fidel!», dijo alguien; y por un momento se quebró la mudez con que amaneció La Habana. Cientos de miradas humedecidas y pechos apretados. Muchos sollozos. Pasaba el armón con su tesoro verde olivo y Fidel se quedaba en todo. Él moviliza, sobrevive en los otros.
Solo el sonido de las banderas con el viento rasgaba la quietud. La avenida Paseo, frente al Teatro Nacional, dejaba ver un hormiguero interminable de gente. Había cordones de niños, abuelos ayudados por bastones, muchachos con el nombre del Comandante pintado en la piel, amas de casa, abogados, periodistas, religiosos…; imágenes que en los próximos días se repitieron muchas veces por toda Cuba.
En la multitud de la esquina de 23 y E, unos ojos no se confundieron entre cientos. Ahí estaba la muchacha de voz suave que, después de escucharlo días y noches enteras, se convirtió en su biógrafa, Katiuska Blanco, con sus miles de párrafos guardianes de la historia del líder de la Revolución. Esa mirada que le escudriñó gestos y frases, vio de nuevo al Guerrillero del Tiempo, y la voz que le preguntara sobre tantas cosas, le gritó a todo lo que le dio el pecho: «¡Viva Fidel!».
La caravana nos roció tristeza, ausencia, y presencia insomne. No fueron muchos quienes lograron guardar las lágrimas, ni pocas las voces ahogadas. A las 8:32 de la mañana de aquel 30 de noviembre, el Comandante, vestido con la bandera cubana, miró por última vez La Habana y siguió, en su afán de regresarnos una y otra vez a la historia, su paso hasta donde nace el sol.
Entre la multitud de San José de Las Lajas, en Mayabeque, estaba Erundina Fernández Castillo. A sus 89 mayos no durmió la noche anterior por la tristeza. «Así trasnochada salí junto a mi cuñada Ramona, de 86 años, hasta la orilla de la Carretera Central. Dije, “eso no me lo puedo perder yo”; y salimos las dos por la madrugada para esperarlo».
En Matanzas, las aguas del río San Juan permanecieron quietas y los pescadores detuvieron sus lanchas mientras cruzaba el Comandante. Entre los cientos que llenaron ese día la Calzada de Tirry, esperó, toda vestida de negro, la poetisa matancera Carilda Oliver Labra, quien le colocó una flor verde a Fidel, símbolo rebelde de un pedazo de Sierra y de su uniforme. Permaneció sentada en un sillón en la puerta de su casa, pero cuando pasó frente a ella, olvidó el peso de sus 94 años y se puso de pie.
Y Nemesia, la niña que tanto sufrió en los días grises de la invasión, desde su casa en la Ciénaga de Zapata, como mismo hace con su madre, le encendió una vela a Fidel ante una de sus fotos. «Tal vez un poco lejos, pero yo lo tenía ahí; y cuando entendí que de verdad se había ido, sentí que me habían lanzado al vacío», diría después.
En el batey de Soplillar, donde el Comandante en Jefe cenó la primera Nochebuena de la Revolución el 24 de diciembre de 1959, los hijos del pantano prendieron docenas de velas por él.
Eran las nueve cuando entró la caravana a la ciudad de Cienfuegos, la primera que lo recibió de noche. Las calles del centro histórico, que impresionan por la belleza y conservación de su arquitectura e iluminación, lo acogieron con aclamaciones, como si volviera vestido de verde olivo.
Sobre la medianoche arribó el cortejo a Santa Clara. En el Mausoleo, frente a la columna del centro donde están los restos del Che, descansó, encima de una base de mármol, la urna con las cenizas de Fidel, a menos de dos metros de distancia uno del otro.
Desde que salió de La Habana en el camión donde viaja la prensa, el cineasta Roberto Chile retrató rostros, lágrimas y adioses. Por más de 20 años estuvo captando para todos videos e imágenes del líder. Casi al término de ese primer día con más de 17 horas de viaje, el cansancio de la marcha se disipó mientras un amigo de otras tierras le escribía.
«Dime, ¿qué pasó cuando Che y Fidel se encontraron?», le preguntó a través de un mensaje de texto; y Chile, con sus tantos recuerdos del Comandante en el lente y en el alma, respondió: “Se abrazaron, salieron caminando los dos y ya no los vi más”».
CERCA DE ÉL POR ÚLTIMA VEZ
A la ciudad de Sancti Spíritus entró la caravana sobre las 10:30 de la mañana del primer día de diciembre. La avenida que conduce al parque Serafín Sánchez Valdivia y al Centro Histórico daba la impresión de no soportar una persona más.
Al chofer del jeep que conducía el armón, sargento de tercera Eduardo David Zamora Batista, el corazón le saltaba en el pecho como no le había sucedido en sus 21 años de vida. Diría después, cuando pudo contarlo, que «había mucha gente reunida allí. Niños, jóvenes, ancianos gritando ¡Yo soy Fidel!, y llorando. A mí me daban ganas de llorar, pero no podía. Durante el viaje, por tramos manejé el jeep; me turnaba con el otro chofer, también de apellido Batista, pero donde más personas vi fue en ese lugar».
Ya al mediodía Fidel entró a las tierras avileñas. Campesinos, mujeres con niños en los brazos, obreros, estudiantes y muchos lo recibieron. Las voces finas de los niños se unieron en un coro que lo escoltó por varias cuadras: «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!».
Los jeeps avanzaron todo el recorrido con las luces encendidas. Cuba acompañó a su Comandante. Ni siquiera la gente temió al temporal con el que amenazaron las nubes cuando ya viajaba el cortejo por Camagüey, solo importaba estar cerca de él por última vez.
Unos kilómetros antes del caserío La Vallita comenzó el aguacero. Igual que Fidel, quien tantas veces nos habló bajo la lluvia, había personas al borde de la carretera. «¡Fidel, amigo, el pueblo está contigo!», le gritaban esos que bajo el agua lo esperaron.
En el camino oscuro lo único que se distinguía eran las luces de los vehículos. Para iluminar la urna, el carro que iba detrás desplegó la luz larga; pero ni aun así las personas sabían con precisión dónde iba Fidel.
Entre La Vallita y la entrada a Camagüey había niños con su uniforme escolar mojado gritando a viva voz ¡Yo soy Fidel!; mientras solo veían luces. Entonces, Peraza le dijo a sus ayudantes: «Ya no podemos esperar más. La gente tiene que ver esto». Primero los cuatro saludaron sentados, luego se pusieron de pie; y ya todos diferenciaron al jeep que conducía el armón de los demás autos.
Cuba necesitaba verlo aunque fuera así, dentro de una cajita vestida por la bandera. Y con un vuelo de palomas y sus hijos al borde de la carretera lo recibió Las Tunas. Muchos grabaron el momento con los teléfonos móviles o levantaban a los niños para que pudieran ver bien el cofre. A lo largo del viaje hubo instantes de silencio profundo y minutos llenos de gritos: «¡Fidel, gigante, eterno Comandante!» o «¡Yo soy Fidel! ¡Yo soy Fidel!».
Eran las 2:13 de la tarde del viernes 2 de diciembre cuando entró el cortejo a la provincia de Holguín, donde hace 91 años nació Fidel. Muchos detalles mostraron el cariño infinito de aquellos agradecidos. Hubo una anciana vestida de negro que se cubrió los labios al ver la caravana; y un niño, sentado en el techo de un bicitaxi, levantó un papel grande donde se leía con su letra casi recién estrenada: ¡Patria o Muerte!; y los holguineros corrieron tras la caravana como para estar cercanos al Comandante por unos instantes más.
La noche del 2 de diciembre, como las anteriores, los cubanos estuvieron en vela por el hombre que los enseñó a soñar y a hacer realidad las utopías en el camino hacia ellas. Por eso, el borde de la Carretera Central, los 69 kilómetros que recorrió el cortejo fúnebre por la provincia de Granma, estuvo iluminado por los celulares, las voces y el respeto de miles.
Los muros amarillos y las torres del cuartel Carlos Manuel de Céspedes, que no pudieron ser tomadas aquel 26 de julio, recibieron las cenizas de Fidel. Y en el hoy parque museo con el nombre del asaltante Antonio López Fernández, Ñico, Monumento Nacional, durmió esa noche el Comandante.
MUCHAS GRACIAS, SANTIAGO
Al otro amanecer, 3 de diciembre, cuando se inició el último tramo del viaje, desde Bayamo hasta Santiago de Cuba, los cuentamillas de los diez vehículos de la caravana hablaban de más de 900 kilómetros recorridos.
En el trayecto, las casas de campo mostraban los taburetes vacíos recostados a las tablas, y había carretas haladas por tractores en los caminos cercanos, pues en ellas llegaron hasta allí los campesinos de los bateyes entre las lomas. Fue tan grande el homenaje de quienes salieron de sus casas de madera con una fotografía de Fidel en una mano y una bandera en la otra, como el que hicieron miles concentrados en las ciudades.
Y rodeado del amor de un pueblo enérgico, entró el Comandante a la ciudad rebelde de Santiago de Cuba. El pueblo se multiplicó cuando pasó cerca de la Plaza de la Revolución General Antonio Maceo. Entre los miles que agitaban banderas, tomaban fotografías y levantaban fotos suyas y del Che Guevara, alguien elevó un cartel en el que se leía: «Fidel, Santiago te llora, te abraza, te ama. No te vas, tú estás aquí por siempre, Papá».
Las calles se estrecharon por tanto pueblo; y esa noche, los pasos y las voces de guantanameros, santiagueros, granmenses, tuneros y holguineros llenaron la Plaza Antonio Maceo.
Al amanecer del 4 de diciembre ya todo estaba dispuesto. Los vehículos de ceremonia del cortejo fúnebre del Comandante en Jefe, con el paso lento de quienes no quieren llegar, salieron del túnel de la Plaza de la Revolución Antonio Maceo y avanzaron por la Avenida Patria hasta el cementerio de Santa Ifigenia.
En las calles que ayer aclamaban eufóricas al Comandante tras su llegada, también estaba la gente, pero los gritos no eran los mismos; solo surgía en un murmullo ¡Yo soy Fidel! No hubo un pedazo de carretera sin personas: embarazadas, ancianos, obreros, mujeres con bebés en los brazos, estudiantes, jóvenes con brazaletes del 26 de Julio y combatientes que estuvieron a su lado en la guerra…
Dentro del camposanto la angustia se podía tocar. La familia más cercana, algunos hermanos de lucha y amigos miraron entrar el cortejo fúnebre que se detuvo bajo la serenidad de nuestra bandera a media asta.
Allí, de las manos amorosas de Dalia, el teniente coronel Peraza tomó la urna y después se la entregó a Raúl, quien, en el corazón abierto de la roca, colocó el tesoro.
Mientras, afuera del cementerio, la tristeza continuó repartiéndose y a todos pareció tocarle mucha.
Entre esos que esperaban y sufrían por todo lo que perdía Cuba mientras dentro de una piedra se colocaba al Comandante, una señora levantó su brazo y gritó: «¡Yo soy Fidel!», y enseguida todos la siguieron en un coro que rompió la angustia y dio paso a la infinitud de un hombre.
Y ella misma le gritó a Fidel: «Padre, tú puedes descansar, te amarán eternamente. Este es Santiago de Cuba, rebelde ayer, hospitalaria hoy, y heroica siempre». Y ya al final, muchas voces se le unieron y exclamaron: «¡Viva Fidel!» «¡Viva!» Y gritaron todos: «¡Patria o Muerte! ¡Venceremos! ¡Hasta la Victoria! ¡Siempre!».
Por un momento el dolor encontró consuelo en el fervor de quienes no dejaron morir a Fidel ni el día de su propia sepultura. Ya en la tarde comenzó el pueblo a pasar frente a la piedra, hasta la que han ido desde entonces cientos de miles de cubanos.
Hace 12 meses que Cuba lo llevó hasta allí. Se extraña mucho al Comandante. Acabó el duelo, pero no el dolor. Volvieron las banderas a subir casi toda el asta. Se fue un grande de la Historia. En lo adelante, la vida de Fidel dependerá de nosotros.
(Con información de Juventud Rebelde)
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