Niños deformes: el legado de EE.UU. en Fallujah
Por: Robert Fisk, Periódico La Jornada
Para el pequeño Sayef no habrá primavera árabe. Apenas de 14 meses de edad, yace en una pequeña frazada roja sobre un colchón barato tendido en el suelo. A veces llora; su cabeza es dos veces más grande de lo que debería ser, y está ciego y paralítico. Sayeffedin Abdulaziz Mohamed –su nombre completo– tiene un rostro gentil y dicen que sonríe cuando otros niños lo visitan y cuando familias y vecinos iraquíes entran en la habitación.
Pero Sayef nunca conocerá la historia del mundo que lo rodea, nunca disfrutará las libertades del nuevo Medio Oriente. Sólo puede mover las manos y toma únicamente leche embotellada, porque no puede deglutir. Pesa tanto que su padre apenas puede levantarlo en brazos. Vive en una prisión cuyas puertas estarán cerradas para siempre.
Es tan difícil escribir esta nota como lo es entender el valor de su familia. Muchas de las familias de Fallujah cuyos niños nacieron con lo que los médicos llaman “anomalías congénitas” prefieren mantener las puertas cerradas a extraños, pues consideran a sus hijos una marca de vergüenza familiar, en vez de una posible prueba de que algo terrible ocurrió aquí, luego de dos grandes batallas de estadunidenses contra insurgentes en 2004, y otro conflicto en 2007.
Aunque primero negaron haber usado proyectiles de fósforo durante la segunda batalla de Fallujah, las fuerzas estadunidenses reconocieron haberlos disparado contra edificios de la ciudad. Reportes independientes hablan de una tasa de defectos congénitos en Fallujah mucho más alta que en otras regiones de Irak, ya no se diga en países árabes. Nadie, por supuesto, puede mostrar evidencia irrebatible de que las municiones estadunidenses han causado la tragedia de estos niños.
Sayef vive –tal vez uso la palabra después de sopesarla– en el distrito al-Shahada de Fallujah, en una de las calles más peligrosas de la ciudad. Los policías –todos musulmanes sunitas, como los pobladores– montan guardia con sus armas automáticas en la puerta de la casa durante nuestra visita, pero dos de ellos, de uniforme azul, entran con nosotros y miran visiblemente conmovidos al bebé indefenso en el suelo; mueven la cabeza con incredulidad y su expresión refleja una impotencia que Mohamed, el padre del niño, se niega a dejar traslucir.
“Creo que todo esto es por el uso de fósforo por los estadunidenses en las dos grandes batallas –dice él–; he oído muchos casos de defectos congénitos en niños. Tiene que haber una razón. La primera vez que llevamos a nuestro hijo al hospital vi familias que tenían exactamente el mismo problema.”
Estudios realizados a raíz de las batallas de 2004 han mostrado fuertes incrementos en la mortalidad y el cáncer infantil en Fallujah; el más reciente, entre cuyos autores está un médico del hospital general de la ciudad, señala que las malformaciones congénitas ocurren en 15 por ciento de todos los nacimientos en la localidad.
“Mi hijo no puede valerse por sí mismo –dice Mohamed, acariciando la cabeza agrandada del pequeño–, sólo puede mover las manos. Le damos leche del biberón; no puede deglutir. A veces ni siquiera puede tomar la leche, y entonces tenemos que llevarlo al hospital para que le pongan suero. Nació ciego. Además, su riñón ha dejado de funcionar. Quedó paralítico. La ceguera se debe a la hidrocefalia.”
Mohamed sostiene las piernas inservibles de Sayef y las mueve gentilmente hacia arriba y abajo. “Cuando nació lo llevé a Bagdad; los más importantes neurocirujanos lo revisaron. Dijeron que no podían hacer nada. Tenía un hoyo en la espalda, que le cerraron, y luego uno en la cabeza. La primera operación no funcionó. Tuvo meningitis”.
Mohamed y su esposa son mayores de 30 años. A diferencia de muchas familias tribales de la zona, no están emparentados entre sí y sus dos hijas, nacidas antes de las batallas, gozan de perfecta salud. Sayed nació el 27 de enero de 2011.
“Mis dos hijas quieren mucho a su hermanito –relata Mohamed–, y a los doctores les cae bien. Todos participan en cuidar al niño. El doctor Abdul-Wanab ha hecho un trabajo asombroso; sin él, Sayef no estaría vivo.”
Mohamed trabaja en una empresa de mecánica de riego, pero reconoce que, con un salario de apenas 100 dólares mensuales, tiene que recibir ayuda económica de sus familiares. Durante el conflicto no estaba en la ciudad, y cuando regresó a su casa, dos meses después, la encontró minada; en 2006 recibió financiamiento para reconstruirla. Durante nuestra conversación observa largamente a su hijo y luego lo toma en sus brazos.
“Cada vez que lo miro, muero por dentro –dice, y las lágrimas corren por sus mejillas–. Pienso en su destino. Cada vez pesa más. Es más difícil cargarlo.”
Le pregunto a quién culpa del calvario de su hijo. Espero una retahíla de improperios contra los estadunidenses, el gobierno iraquí, el Ministerio de Salud. La gente de Fallujah ha sido pintada durante mucho tiempo como “pro terrorista” y “antioccidental” en la prensa mundial, a partir del asesinato y cremación de cuatro mercenarios estadunidenses en la ciudad en 2004: el suceso que marcó el principio de las batallas en las que perecieron 2 mil iraquíes, civiles e insurgentes, junto con casi 100 efectivos estadunidenses.
Pero Mohamed calla por unos instantes. No es el único padre que nos ha mostrado a su hijo deforme.
“Sólo pido la ayuda de Dios –dice–; no la espero de ningún ser humano.”
Lo cual demuestra, creo yo, que Fallujah, lejos de ser una ciudad de terror, es hogar de unos hombres muy valerosos.
© The Independent. Traducción: Jorge Anaya
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