Julia Labrada Portillo: Una mujer y el acero
Un pañuelo de colores le esconde el pelo, su pulóver está mojado por una llovizna de sudor y el pulso sencillo que trae en la muñeca rueda por su brazo cada vez que ella olvida la aspereza de los hierros y, con precisión de artista, corta y moldea los pedazos de alambrón hasta convertirlos en aros de columna; y así, hasta que sus manos firmes, acostumbradas durante casi 60 años a los trabajos duros de la construcción, llenan cada día tres o cuatro mesas de cabillas.
«Doblo los aros que hago con un tubo, lo hago yo misma. Hay quien me ha preguntado: ¿A ver la maquinita con la que tú haces eso? Y le he dicho: “No, la maquinita mía son mis manos”. Además, compongo techos, enderezo las piezas de acero dentro de los paneles de hormigón…». Quien habla con tanto orgullo de la profesión que aprendió cuando era apenas adolescente es Julia Labrada Portillo, una mujer de 75 años de edad que ha sabido enfrentar la dureza de los metales y de la vida.
No había muchas opciones para la niña que en cuarto grado dejó la escuela para ayudar a su mamá. «Tuve que ir con ella a trabajar a casa de gente rica y aguantar una cantidad de ofensas por tres pesos. Mi papá se fue con otra mujer para La Habana y nos dejó a mí y a mis tres hermanos chiquitos», cuenta Julia, la mayor de los hijos de su madre.
La casita donde creció en Sagua La Grande era tan pobre que tenía el piso de tierra, el techo de guano y hasta con los vientos de cuaresma se asustaba el caballete. «Estaba mala, mala. Creo que la de nosotros era la peor de la zona, pero convivíamos bien allí. Luego mi mamá conoció a un señor blanco, se enamoraron y fue él quien nos terminó de criar a nosotros. Me dieron seis hermanos más».
Cuando tenía 16 años Julia se fue de aquella casita tras el amor de Julián Orestes Corredor, un joven combatiente de la clandestinidad. Se asentaron en el barrio de la Gloria, en la calle Patria, y al año nació el primero de los cuatro hijos. Ella ya lidiaba con alambrones y columnas, pero todavía soñaba con los libros, y no esperó que las letras le cayeran del cielo. «Dije: “No me voy a quedar achantá así”. Y como el esposo mío me cuidaba los niños, saqué la superación obrera donde estaban los antiguos colegios jesuitas, por la noche».
Así, quien comenzó en el taller de acero de la Unidad Empresarial de Base Gran Panel Cuatro, llegó hasta noveno grado, pero no dejó la construcción, y hoy es la única mujer cabillera de la Planta Gran Panel Sandino, de Sagua la Grande, donde sigue doblando aros y llenando mesas de cabillas.
Se enamoraron de ella
—Julia, déjeme ver sus manos
—No, no tengo callos.
—¿Le duelen a veces?
—«No, y si dolieron al principio, ya no me acuerdo. Cuando empecé tú sabes lo que hacía: enderezar cabillas sobre un banco en un taller de acero. Yo no sabía nada de eso, y un viejo que ya murió fue el que me enseñó. Aquí hay edificios que las estructuras de acero de sus balcones están amarradas por mí. Mi esposo se asombraba y me reclamaba que no hiciera un trabajo tan duro».
Y no solo él, los hombres en el taller también se sorprendieron al ver a aquella muchacha de poco peso queriendo inclinar los aceros. «Cuando entré a Gran Panel no había mujeres, y los hombres no me querían. Me decían que les iba a quitar su puesto. Yo procuré educarlos hasta que se empezaron a llevar conmigo».
Los años han pasado quitándole su figura liviana, y aunque le han arrugado la frente, ella, como las ceibas de raíces hondas, permanece donde mismo. «He trabajado muchas horas. Estuve en la construcción de la Nueva Isabela; y los biplantas Aurora, esos los hicimos nosotros; a esos Irma no les hizo nada», y mientras explica, en la cocina siente a su joven nieto.
«Ven Jesús, para que te conozcan. Él es deportista, licenciado en Cultura Física», dice. Y el deporte la hace pensar en su primer hijo, Orestes, que practicaba baloncesto y murió porque, como explica ella, «no supo hacer correctamente el desentrenamiento».
Un pañuelo de colores le esconde el pelo, su pulóver está mojado por una llovizna de sudor y el pulso sencillo que trae en la muñeca rueda por su brazo cada vez que ella olvida la aspereza de los hierros y, con precisión de artista, corta y moldea los pedazos de alambrón hasta convertirlos en aros de columna; y así, hasta que sus manos firmes, acostumbradas durante casi 60 años a los trabajos duros de la construcción, llenan cada día tres o cuatro mesas de cabillas.
«Doblo los aros que hago con un tubo, lo hago yo misma. Hay quien me ha preguntado: ¿A ver la maquinita con la que tú haces eso? Y le he dicho: “No, la maquinita mía son mis manos”. Además, compongo techos, enderezo las piezas de acero dentro de los paneles de hormigón…». Quien habla con tanto orgullo de la profesión que aprendió cuando era apenas adolescente es Julia Labrada Portillo, una mujer de 75 años de edad que ha sabido enfrentar la dureza de los metales y de la vida.
No había muchas opciones para la niña que en cuarto grado dejó la escuela para ayudar a su mamá. «Tuve que ir con ella a trabajar a casa de gente rica y aguantar una cantidad de ofensas por tres pesos. Mi papá se fue con otra mujer para La Habana y nos dejó a mí y a mis tres hermanos chiquitos», cuenta Julia, la mayor de los hijos de su madre.
La casita donde creció en Sagua La Grande era tan pobre que tenía el piso de tierra, el techo de guano y hasta con los vientos de cuaresma se asustaba el caballete. «Estaba mala, mala. Creo que la de nosotros era la peor de la zona, pero convivíamos bien allí. Luego mi mamá conoció a un señor blanco, se enamoraron y fue él quien nos terminó de criar a nosotros. Me dieron seis hermanos más».
Cuando tenía 16 años Julia se fue de aquella casita tras el amor de Julián Orestes Corredor, un joven combatiente de la clandestinidad. Se asentaron en el barrio de la Gloria, en la calle Patria, y al año nació el primero de los cuatro hijos. Ella ya lidiaba con alambrones y columnas, pero todavía soñaba con los libros, y no esperó que las letras le cayeran del cielo. «Dije: “No me voy a quedar achantá así”. Y como el esposo mío me cuidaba los niños, saqué la superación obrera donde estaban los antiguos colegios jesuitas, por la noche».
Así, quien comenzó en el taller de acero de la Unidad Empresarial de Base Gran Panel Cuatro, llegó hasta noveno grado, pero no dejó la construcción, y hoy es la única mujer cabillera de la Planta Gran Panel Sandino, de Sagua la Grande, donde sigue doblando aros y llenando mesas de cabillas.
Los besos de un general
Aquella tarde Julia no llevaba el pañuelo de colores y, en lugar de su pulso delgado, se puso un collar de rombos grises y se vistió toda de nácar, con una guayabera que le daba a las rodillas y distinguía su piel de noche cerrada.
Nada le habían dicho, ni durante las horas desde Santa Clara hasta La Habana. Hacía solo unas horas que se había enterado del porqué de su viaje y ya estaba en un salón donde el piso, pulido como un espejo, la dejaba mirar su silueta de pelo corto. Nerviosa y feliz, ocupaba su lugar en la hilera de hombres dignos. Faltaban solo minutos para que tuviera de frente al General de Ejército Raúl Castro Ruz.
Él también llevaba una guayabera blanquísima. Primero condecoró al teniente coronel Roberto Castellanos Gutiérrez, quien desde el 2006 integró el equipo que garantizó la atención médica a Fidel; luego al general de brigada José Amado Ricardo Guerra; y después llegó hasta ella, la cabillera del taller de acero de la Planta Gran Panel Sandino, y le puso en el pecho la Medalla por ser Heroína del Trabajo de la República de Cuba.
«Pensé que me la pondría y ya, pero antes conversó un rato conmigo y me hizo varias preguntas, que de dónde yo era, que cómo me trataban las organizaciones en Villa Clara, que si yo me alimentaba bien, que cómo era el centro de trabajo mío… Y le respondí que a mí todo el mundo me trata bien y me tiene en cuenta, que no tengo problema ninguno.
«Él me preguntó qué yo hacía en ese trabajo duro de la construcción. “Bueno, yo soy del llamado de Vilma Espín”. Y cuando le hablé de Vilma me abrazó y me dio un beso.
«Me insistió en que me cuidara mucho. “¿Vas a seguir trabajando?”, me preguntó. ¡Sí, yo no puedo defraudar a Vilma”. Y entonces me dio otro beso.
«Cuando terminó la ceremonia sabes lo que me dijeron mis compañeros allí: “Oye, ven acá chica, qué hacías tú tanto rato hablando con Raúl”. Y yo, con mi cara muy campante les dije: “Lo que a ustedes no les importa. Yo no tengo que decirles nada. Eso es secreto”. Y aquello se cayó abajo. Nos reímos, me tiraron fotos y vinieron todos a felicitarme».
Julia habla, y ese momento en que el General de Ejército prende la medalla a su pecho, desde una fotografía cuelga en la pared de la sala de su casa, donde conversamos.
«Le recordé a Raúl que yo soy del llamado de Vilma en 1974 y sigo trabajando porque cuando aquello empezaron unas cuantas mujeres conmigo y todas se rajaron; la única que pudo resistir fui yo. Entonces hubo encuentros de trabajadoras del sector; yo fui al nivel municipal y salí la mejor, después en la provincia también, y de ahí me invitaron a La Habana. Allá estuve una semana de recorrido con Vilma. No pensé nunca que la iba a ver de cerquita, pero la vi. Tenía una piel rosada, y me parecía tan alta… De ella aprendí que las mujeres podemos hacer de todo».
Sus tesoros
Ante las manos de Julia ha cedido el acero; ella llega con el sol al taller y, como dice, se va cuando ya no hace más falta. Allí sigue, con sus 75 años que no le pesan, aunque los nietos quieran que ya no trabaje más y descanse en la casa los tantos años de esfuerzo entre hierros y columnas.
«Es que no puedo estar metida aquí. Por mi edad ya tengo que retirarme, pero qué va, no dejo mi trabajo. A veces pienso: “Me tengo que jubilar”, pero ya se lo dije a Carlitos, el del sindicato, y me respondió con cariño: “Estate tranquila”. Es que ellos saben que aquí hay Julia para rato».
Hasta su casa, en el tercer piso de uno de los edificios del Reparto 26 de Julio, en Sagua la Grande, llega suave el viento y toca los cuadros de la pared, la estatuilla del Che y la foto de Chávez en la mesita del centro. La dueña sonríe, y entonces yo reparo en la entrada del apartamento.
—¿Por qué hay un cardón detrás de la puerta?
«Dile Jesús, dile que eso lo pusiste tú».
Y con una sonrisa el nieto responde que eso es para cuidar la salud de su abuela. Julia, de ojos como chispas y sabiduría natural, asegura que en esta vida no le queda nada por hacer, y que todo lo ha dado por la obra que empezó Fidel.
Con esas manos que han doblado tantos alambrones, abrazó a Raúl, a Vilma, y le dijo adiós al Comandante cuando en una cajita de cedro pasó por Santo Domingo. Supo enfrentar la dureza de los metales y de la vida para tener sus tesoros, entre los que además de la familia, están un pulóver firmado por los cinco, las llamadas de amigos como el médico Roberto Castellanos, y junto a tantos diplomas y reconocimientos, la conversación con Raúl y la medalla que él le prendió a su vestido de nácar.
(Tomado de Juventud Rebelde)
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